En las últimas jornadas del Círculo de Economía en Sitges, Javier Faus, quien probablemente será el nuevo presidente del lobby empresarial, protagonizó una intervención muy interesante.

Faus, hombre de fútbol y de inversiones de todo tipo, tiene algunas ideas desapasionadas para hacer el diagnóstico de la economía catalana, que es tanto como decir lo que pasa en Cataluña y lo que le puede pasar a los catalanes.

La competición entre vecinos, entre países y ciudades es buena porque estimula; la comparación forma parte de la naturaleza humana. Deja de ser positiva cuando el perdedor tira la toalla y se abraza al salvavidas victimista de que le odian y le castigan porque es mejor (superior) que los demás.

En Italia, Roma tiene un conflicto con el área de Milán, mucho más poderosa que la capital, como sucede en Alemania, donde Berlín tiene problemas para competir con Frankfurt. Porque lo normal es que la conurbación de la sede administrativa del Estado concentre mucho más poder que cualquier otro territorio. Por eso, la Île de France y el entorno de Londres reúnen el 32% del PIB del país, respectivamente, mientras que Lyon tiene el 10% y Manchester el 5%.

Es una tendencia mundial que lleva a reclutar el talento, un activo que antes o después se transforma en capital. Como recordó Faus aquel día, las potencias urbanas emergentes, tipo Tel-Aviv o Berlín, se afanan en cultivar la inteligencia.

Precisamente, ese es uno de los grandes problemas de Cataluña: consolidar su atractivo, que no sea solo un lugar de sol, playa y festivales de música --con perdón--, sino una buena plaza para vivir y progresar. Y eso tiene mucho que ver con la dimensión de sus empresas: sin tamaño no hay inversión, ni exportación ni investigación. Por eso, lamentablemente, Cataluña figura en el puesto 34 (de 38) en el ranking europeo de competitividad y productividad.

La realidad de España es que se trata de un país moderno al que la globalización afecta de lleno para lo bueno y para lo malo. Todo el mundo tiene que espabilar porque, de la misma manera que la esencia del capitalismo es la acumulación, el ADN de la riqueza es la concentración: no es política, sino mercado; pura economía.

Madrid apenas retenía el 9% del PIB español en 1940, mientras que Cataluña representaba el 19%. Javier Faus recordó el viernes pasado a los miembros del Cercle que en 2018 Cataluña seguía con el 19%, el mismo porcentaje que Madrid a día de hoy: la capital ha ganado diez puntos. ¿Qué ha pasado? Que Cataluña no lo ha hecho mal, porque pese al hundimiento de su especialidad, la industria, y pese a la desaparición de sectores tradicionales como el textil, mantiene el mismo trozo de un pastel que ha crecido enormemente.

Pero, a la vez, Madrid se ha desarrollado de forma exponencial y se ha comido gran parte del pastel. Incluso un trozo del resiliente País Vasco, que ha pasado de tener el 7,5% del PIB español en 1940 al 6% actual.

La economía catalana, la vida de los catalanes, su confort y su futuro, que no es una cuestión política, más bien pasa por sus empresarios y sus trabajadores. El bienestar y el reparto de la riqueza entre los ciudadanos es el principal objetivo de la actividad. Un relato claro de los hechos, que defina bien el escenario, sin complejos ni temores, es la primera condición para que el país progrese. Todo lo demás son mandangas.