“Vamó a ver, gente (sic). No se va a pactar con Valls, ¿estamos locos o qué?" Una castiza Gala Pin valoraba así un posible pacto con el ex primer ministro francés para que Ada Colau conserve la alcaldía. La frase es muy parecida a la que, hace muchos años, cuando ni el independentismo ni el populismo habían hecho mella en la política catalana, pronunció el peneuvista Josu Jon Imaz después de que Artur Mas decidiera ir al notario en 2006 para firmar que nunca pactaría con el PP. “¿Estáis locos? En política hay que pactar hasta con el diablo”, le dijo al candidato a la presidencia de la Generalitat. Desde entonces, el PNV ha dado muchas lecciones al soberanismo catalán. Y, sobre todo, ha soltado lastre del enrocamiento unilateral de los herederos de Jordi Pujol, cada vez más ideologizados y populistas. Una actitud en la que se asemejan mucho a Colau.
Aquel cordón sanitario se desmanteló cuatro años después cuando Mas, ya al frente del Gobierno catalán, pactó sus presupuestos con el PP en 2011 y 2012. Por entonces ya se había recortado el Estatut, pero los nacionalistas no han dejado de fijar ese momento como el punto de no retorno del conflicto con el Estado.
La llamada nueva política es muy dada a esos vetos maximalistas que, como demuestra la experiencia acumulada, luego hay que envainarse. Ciudadanos está atravesando por esa situación pues, tras jurar y perjurar que no pactaría nunca con el PSOE de Pedro Sánchez, ahora explora acuerdos a nivel municipal y autonómico. Entre otras cosas, para sobrevivir a sus malos resultados electorales, que en Cataluña se han saldado con cero alcaldías. ¿Supone eso engañar a los electores?
Los expertos aseguran que en España no hay cultura de pactos ya que, durante mucho tiempo, el bipartidismo se impuso en las urnas. Hoy es muy difícil que los grandes partidos logren mayorías absolutas. Y mucho menos, que esas nuevas formaciones como Ciudadanos o Podemos las obtengan. Sobre todo si se atrincheran en sus idearios. Cs lo supo ver muy pronto pues, nacida como formación socialdemócrata, no tuvo muchos reparos en volverse liberal para arrebatar el espacio del PP. De hecho, fue Albert Rivera quien hizo bandera de ese proyecto transversal y plural que debía encabezar Manuel Valls para conquistar la alcaldía de Barcelona. Pero las cosas se torcieron, Valls y Rivera no se entendieron y el único fichaje famoso fue el del exministro socialista Celestino Corbacho.
Esa pugna soterrada ha visto la luz estos días tras los resultados de las elecciones municipales en Barcelona, donde Ernest Maragall y Ada Colau han empatado en concejales, un total de 10 cada uno. Valls se ha sumado rápidamente a la operación Barcelona, antes roja que rota, para impedir que la ciudad caiga en manos de un independentista. De ahí que ofrezca sus votos "sin condiciones" junto a los del PSC para investir a Colau. Cs ha desautorizado al ex primer ministro, al que ha advertido de que se puede hacer alcalde a un socialista, pero no a una antisistema.
El tiempo dirá si, con ese gesto, Valls es generoso o táctico, o ambas cosas a la vez. Pero lo cierto es que garantizar un gobierno estable en Barcelona pasa por alianzas que pueden parecer contranatura. Si la gestión de Colau se ha visto lastrada por su minoría, y obtuvo 11 concejales, qué tipo de estabilidad puede ofrecer un alcalde con 10.
Es muy improbable que la líder de los comunes acepte cualquier tipo de apoyo de Valls, quien se presentó como "el candidato de las élites", y ahora no tiene más remedio que romper definitivamente su equidistancia y sumarse a ERC si quiere mantener el tipo. Lleva años coqueteando con el secesionismo cuando sus bases no lo eran. Tampoco lo es una ciudad que sufre todavía las secuelas de una gran crisis económica --desahucios, delincuencia, carestía de la vida, pobreza infantil…-- en muchos barrios. Los mismos que dieron la espalda a Colau en las elecciones.
Hay quien llama "sectarismo" a esa ideologización exacerbada que rompe puentes con el resto de partidos. Colau ha metido en el mismo saco del Ibex y del capitalismo salvaje a todo aquel pequeño empresario o botiguer que pretendía mantener su negocio, renegando de cualquier proyecto que oliera a colaboración público-privada. Los independentistas con los que ahora quieren pactar también criminalizan a una parte de la población, en este caso barcelonesa, que no cree en la autodeterminación y la república catalana.
Ese es el tándem que representa Maragall-Colau.