Pedro Sánchez es un corcho. Por más que presionen para hundirlo siempre flota. Está demostrado que este político tiene más vidas que un felino. Es el indiscutible vencedor de las elecciones sin que pueda objetarse nada a la vista del resultado final. Hecha esta reflexión, España abre ahora un interesante periodo en que las geometrías de acuerdos, alianzas y/o pactos serán tan indispensables como variables para el futuro inmediato. Negociación en la que el PSOE tiene las manos libres para establecer matrimonios políticos con quien desee y sin la pesada hipoteca del independentismo.
En clave catalana, la victoria de Sánchez tiene una lectura adicional. Su triunfo en las urnas asesta el puyazo definitivo al procés. El independentismo catalán es irrelevante en la aritmética parlamentaria futura. Eso, si se analiza de manera conjunta. Si se interpretan los resultados de forma individualizada, lejos quedan los dos millones de soberanistas que decían promover la constitución de un estado propio hace apenas unos meses. Se mire por donde se mire han desaparecido unos cientos de miles, que han preferido dar su apoyo al PSC y abandonar la sentimental causa nacionalista.
ERC es el triunfador de las elecciones generales en Cataluña. Suma más de 300.000 votos adiciones a los obtenidos en 2016; pasa de 9 a 15 diputados en Madrid y, sobre todo, sustituye a la antigua Convergència Democràtica de Catalunya (hoy transmutada en una radical e irreconocible Junts per Catalunya) en la representatividad de la causa nacionalista en Madrid. La lista armada desde Bélgica por el prófugo Puigdemont y encabezada por el encausado Jordi Sánchez se pega una torta política manifiesta. Oriol Junqueras, que decidió quedarse y afrontar la responsabilidad de la justicia, le ha pasado la mano por delante al compañero de aventura independentista y ya asume el liderazgo de ese espectro.
Las fuerzas políticas constitucionalistas suman más votos que todas las formaciones que defienden la secesión. Incluso si se suman las papeletas del spin-off de la CUP, el llamado Front Republicà, o incluso si la filial de Pablo Iglesias en Cataluña (En Comú Podem) es considerada parcial o totalmente soberanista, de los más de cuatro millones de catalanes que han votado (casi un 78% del censo) la gran mayoría no son partidarios de la independencia. Es más, ni del referéndum ni de determinadas opciones de diálogo.
Hacía tiempo que el nacionalismo catalán no era tan irrelevante en las Cortes. No confundir con la política catalana, que aporta un buen número de diputados por las cuatro circunscripciones, pero que llevan el sello del PSC, En Comú Podem, Partido Popular, Ciudadanos y, curiosamente, hasta un representante de Vox.
Es posible que, pasada la efervescencia inicial, los representantes de ERC tomen nota de que, pese a su victoria, pueden pasear a Gabriel Rufián por la carrera de San Jerónimo sin más ocupación que las performances a que nos tiene habituados. Sánchez no necesitará su apoyo, salvo que en efecto los republicanos asuman el perfil posibilista y pragmático de antaño del pujolismo para reconstruir su vía lenta hacia la independencia. Como dirían algunos, una reedición 2.0 del peix al cove. Sólo de esa manera el líder socialista se permitirá sentarse en la misma mesa. Y, por otra parte, cualquier diálogo al que apelen los diputados del independentismo no estará viciado por su anterior posición de fortaleza. El mismo nacionalismo que permitió cambiar la presidencia del Gobierno en la moción de censura o que acabó obligando a Sánchez a convocar elecciones por su oposición a los presupuestos hoy ya no tiene ningún punto de apoyo para su palanca política. Que sean más o menos marginados en las cámaras dependerá de la generosidad de un Sánchez que ha probado esta campaña las dificultades de aproximarse a los secesionistas a la vista de todos los españoles y que cuenta con la opción de proximidad a Ciudadanos, aunque sus bases corearan un 'no' que puede ser un sí, siempre y cuando convenga.
El independentismo no es el único perjudicado en Cataluña por el resultado electoral de estas elecciones. El Partido Popular pierde la friolera de cinco escaños conseguidos en tierras catalanas. El efecto Cayetana Álvarez de Toledo se ha quedado en eso, en ella. Los neocomunistas que ha liderado Jaume Asens se dejan otros cinco diputados en el envite. Dejan de ser la primera fuerza política para ser relegados a la tercera posición. Eso les sucede, además, en la antesala de unas elecciones municipales en las que todo parece indicar que su principal activo político, la alcaldesa Ada Colau, perderá la vara de mando de Barcelona por el agotamiento que sus políticas y gestualidades han provocado en la ciudadanía. Un repaso a los resultados electorales que ayer se dieron en la Ciudad Condal llevan a pensar que el liderazgo de la capital se disputará entre Ernest Maragall (ERC) y Jaume Collboni (PSC), ante una Colau que ha perdido todo crédito ciudadano y ante un partido que está en franco retroceso en Barcelona y en Madrid.
El gran triunfo del dirigente socialista no radica en finiquitar al PP como partido conservador nacional, ni siquiera en alzarse con el mayor número de escaños. No, su gran virtud ha sido esa especie de falsa inmolación política que nos llevó a las elecciones generales que han despejado varias adversidades de golpe: un nacionalismo sediento e insaciable, al que le ha puesto la puntilla para unos años y lo hace inservible sin disponer siquiera de mayoría absoluta, y una izquierda radical que se empeña en vaciar los bolsillos de los españoles con políticas populistas. Hoy todos dependen de Sánchez (y de su escudero Iván Redondo).