Desde 1975 --y probablemente hasta 1981; en los estertores del franquismo--, en Madrid y otras ciudades españolas pululaban grupos de activistas que se dedicaban a reventar actos públicos, a agredir a los demócratas que tímidamente se manifestaban en público reclamando las libertades. Pegaban a los periodistas e incluso llegaron a secuestrar y torturar al director de una revista, Doblón.
Eran falangistas y elementos parapoliciales de distinto pelaje que veían amenazado el estatus que --por miserable que fuera-- les había asegurado la dictadura y en el que se sentían como pez en el agua. Unos privilegiados a los que nadie rechistaba y que disfrutaban de un modus vivendi --el erario público de forma directa o indirecta-- cuestionado por el aire fresco que empezaba a entrar en España.
Como los falangistas del tardofranquismo, los miembros de Arran --la CUP-- se creen en el derecho de poner límites a la libertad de expresión
Es cierto, como dice Carles Puigdemont y otros nacionalistas, que hoy en Cataluña vivimos la sombra del franquismo, que nos envuelve el aroma del tardofranquismo. Es así, pero por razones distintas a las que ellos se refieren. Las gentes que han vivido del régimen pujolista de los últimos 40 años, esa especie de clase social que se ha dado en llamar clerecía, temen por sus privilegios y ven el peligro por todas partes. Tienen miedo a la libertad. Las calles siempre serán suyas, dicen, igual que la gente del movimiento nacional.
Como los falangistas de aquellos años, los miembros de Arran --la CUP-- se creen en el derecho de poner límites a la libertad de expresión y, también como aquellos chulos, se tapan la cara, y solo aparecen en las redes sociales en camada, presumiendo de sus fechorías y amparándose en el anonimato. Es el matonismo, que ha vuelto.