Toda España y no pocos extranjeros conocieron ayer qué pasa en Cataluña cuando nos ponemos a discutir de política. Quizá ahora entiendan en otras latitudes que, cuando décadas atrás en España el espacio político se repartía entre dos grandes partidos, en Cataluña la atomización parlamentaria daba risa. La sesión parlamentaria en la que se aprobó la ley del referéndum tardará tiempo en olvidarse. La presidenta del Parlamento de Cataluña, Carme Forcadell, fue la protagonista del día de los despropósitos. Y aunque la diputada cupera del flequillo, la desafiante Anna Gabriel, tuviera la desfachatez de defenderla apelando a una extraña y rocambolesca graduación entre legitimidad y legalidad, el poder legislativo catalán fue reducido en un solo día a un mero bar de copas en el que una pandilla decide dónde prosigue la juerga.
“La mesa ya ha resuelto”, “el pleno ha votado la exención de ese trámite”, “vamos a votar (anem a votar)” y “para qué me pide la palabra” fueron frases pronunciadas hasta la extenuación por la presidenta de la Cámara. Con ese lenguaje, que oscilaba entre el de una bisoña profesora de primaria y una burócrata de notaría, Forcadell pilotó el tractor que arrastraba un enorme rodillo encargado de aplastar el cumplimiento de la ley en virtud de una quimérica independencia política al final del recorrido.
Estábamos avisados que la actuación de Junts pel Sí y de sus aliados de la CUP era la primera de cuantas habían realizado en la que se pasaba de las palabras a los hechos. Y así fue: por encima de los funcionarios, de los grupos de oposición y del más elemental respeto por las tradiciones legislativas se sometió a aprobación la ley del referéndum. Acusaban a la oposición de practicar el filibusterismo, pero eran incapaces de mirarse al espejo y definir cuál era su actitud.
La vulneración de derechos y la chulería con la que se defendió ayer ese perverso proceder es impropia de una democracia avanzada como la que prometen
Incluso si preferimos el fondo a las formas nos vimos ayer superados por el atropello cometido. Lo perpetraron señores que cuando se presentaron a las elecciones no proponían en su programa electoral referéndum alguno, pero que por perseverar en el poder se negaron a admitir su fracaso en unas elecciones en teoría plebiscitarias. El resto vino dado. Se trató de insistir y elevar el relato de enfrentamiento con el Estado y magnificar su respuesta al desafío de la derecha catalana y sus hijos progres.
La vulneración de derechos y la chulería con la que se defendió ayer ese perverso proceder es impropia de una democracia avanzada como la que prometen. Las similitudes no se encuentran en la Europa desarrollada a la que deseamos pertenecer y parecernos. Hallar similitudes en otros países nos obliga a desplazarnos a dictaduras revestidas de democracia en América o en África. Los ultrajes y la involución que supone lo acontecido son mayúsculos. Sólo la fortaleza de un estado de derecho consolidado como el español pueden acotar la barbarie cometida, ahora sí, sin complejos y con la proporcionalidad legal del pillaje vivido.
La mayoría de catalanes repudiamos asimilarnos a gobiernos como el venezolano, que restringe las libertades, se sitúa fuera de la ley y no respeta los más fundamentales derechos. Pero lo que hacen Carles Puigdemont, Oriol Junqueras o Carme Forcadell no dista mucho, en esencia y en términos democráticos, del papel de aprendices de lo que algún dictadorzuelo proporciona a sus ciudadanos: división, enfrentamiento y vulneración de derechos. Seguro que ahora entienden mejor la metáfora del título que encabeza este artículo. Son símiles peligrosos en el siglo XXI en una Cataluña que se pretende moderna y que se autocomplace de serlo.