Dice el consejero Buch que la distribución de 1.714.000 mascarillas en Cataluña por parte del Gobierno no es una casualidad sino una burla premeditada porque pretende evocar 1714, año en que los borbones vencieron a los austracistas en Barcelona en el marco de la Guerra de Sucesión y que el nacionalismo ha mitificado falazmente.

El responsable de Interior ha llegado incluso a amenazar al ejecutivo nacional con no permitir que un ulterior envío de material de ayuda para combatir el coronavirus coincida con una cifra como 1939, año de finalización de la Guerra Civil. “No se lo permitiremos. Con la historia de los catalanes no se juega”, ha señalado desafiante en una rueda de prensa.

Antes que Buch, la activista independentista Bea Talegón puso el grito en el cielo por el mismo motivo (“una broma macabra”, lo calificó), El Nacional lo calificó de “chiste de mal gusto” que llevaba un “mensaje subliminal”, el consejero Puigneró denunció que “no tienen ningún respeto por Cataluña”, y el consejero Calvet lo tildó de “broma de mal gusto”.

Estas declaraciones han causado perplejidad incluso en algunos destacados independentistas (Rufián ha comparado las palabras de Buch con el programa de humor Polònia) y en sectores tan mimetizados con el secesionismo como los comuns (Colau ha tildado al consejero de fanático y le ha pedido una rectificación, y Asens le ha acusado de “blanquear la participación franquista de la derecha catalana”).

Pero más sorprendente me parece la reacción que este episodio ha generado en el constitucionalismo. El Gobierno, el PSOE y el PSC han pasado página sin darle mayor importancia. Mientras los principales dirigentes de PP y Cs apenas han protestado vía Twitter mostrando su asombro. Otros políticos y opinadores han considerado este capítulo como una nueva demostración de la obsesión enfermiza del independentismo catalán.

Se equivocan de nuevo. No hay nada patológico en la posición del secesionismo catalán. El diagnóstico descarta cualquier trastorno que sirva de atenuante a la hora de juzgarlo. El independentismo catalán es --y siempre lo ha sido-- nacionalismo en estado puro por decisión libre, de forma premeditada. Con todo lo que ello implica. Supremacismo, victimismo, odio, repulsión hacia el diferente, hispanofobia.

Pero no hay forma. No aprendemos. El constitucionalismo denuncia y se lamenta permanentemente de las sistemáticas aberraciones que comete el nacionalismo catalán pero a la hora de la verdad no articula una respuesta proporcional que esté a la altura de los desprecios, los agravios, las ofensas, los insultos. ¿Qué más hace falta para que los partidos constitucionalistas se tomen en serio el nacionalismo catalán y dejen de tratarlo con paños calientes?

Tipos como Buch son los que diseñan y han diseñado e implementado en Cataluña durante décadas la política educativa, la lingüística, la cultural, la identitaria. Sujetos sin escrúpulos, como él, desde las administraciones públicas han inoculado en buena parte de la población el relato del resentimiento a través de los medios de comunicación públicos y concertados, de los sindicatos, de las entidades recreativas, de los clubes deportivos, de las asociaciones deportivas.

Capítulos bochornosos como el de las mascarillas son la constatación de que el plan de ingeniería social desarrollado por el nacionalismo catalán ha llegado demasiado lejos. Y la solución no pasa por tender la mano.

No hay nada que hablar --y menos aún, que negociar-- con quien solo tiene voluntad destructora y lo ha demostrado en innumerables ocasiones. La estrategia de la descentralización permanente, de ofrecer mayor autogobierno, de ampliar la autonomía, de ceder competencias ha sido un fracaso rotundo. El sentido común indica que es hora de explorar otros caminos.