Una de las mayores inyecciones de esperanza en los días en los que hemos visto escalar los muertos sin contención en España han sido las imágenes de sendas pacientes de 101 años en Huesca y Asturias que salían del hospital, seguidas de otros nonagenarios que casi rozaban los cien y que habían superado el Covid-19 tras varias semanas en la UCI o ingresados. Antes que ellos habían dado ya la vuelta al mundo las imágenes de una anciana de 103 años y otra de 101, convertidas en el símbolo nacional de la resistencia en la guerra contra el coronavirus en China e Italia. Y es que nuestros mayores se han convertido en la materia más sensible de esta pandemia, especialmente en España. No sólo porque son los más vulnerables sino porque son el mejor indicador del estado de salud de nuestro tan cacareado Estado del bienestar, nuestra sanidad, nuestros valores, nuestras familias y afectos.

Por ello, la noticia de 27 muertes en una residencia de Vilanova del Camí ha caído este lunes como uno de los episodios más negros de esta pandemia. Una noticia que se produce horas después de que el joven Ivan Calle Zapata se convirtiera en protagonista del día en El programa de Ana Rosa, donde acusaba a las autoridades sanitarias de dejar morir a los mayores de forma sistemática, relatando cómo habían muerto uno de sus abuelos de 82 años y otro de 71, ambos sin patologías previas, tras serles denegado el ingreso en la UCI en el Hospital de Martorell y ser trasladados a pabellones sin respiradores ni medios para atenderlos.

Si la mortandad que ha producido el coronavirus en residencias, cobrándose en ellas una cuarta parte de los muertos, ha dejado a la vista el abandono en el que tenemos a nuestros mayores, la noticia del ‘triaje’ en Cataluña, o limitación de los tratamientos con mal pronóstico por la edad y otras patologías, ha puesto de manifiesto el desprecio mismo por la vida de esas personas.

Fueron los propios sanitarios en Cataluña, desde médicos a conductores de ambulancia, los que denunciaron las directivas de la Consejería de Salud de la Generalitat para la “limitación del esfuerzo terapéutico para esos pacientes con sospecha de Covid-19 e insuficiencia respiratoria aguda”. Un protocolo de actuación frente al colapso sanitario en Cataluña en el que se dan asimismo instrucciones para ocultar la denegación de auxilio ante los familiares: “No hacer referencia a que no hay camas para todos como motivo para denegar las curas intensivas” y explicar que “la muerte en casa es la mejor opción” con cuidados paliativos. En el mismo comunicado se desaconseja el uso de respiradores mecánicos para mayores de 80 años y las personas dependientes o con dolencias avanzadas. Al terror al virus de muchos de esos ancianos que han tenido que convivir en residencias con muertos al lado o que se saben el colectivo más amenazado, se suma ahora el terror a ser sedados a la primera sensación de ahogo para no volver a despertar.

No es la primera vez que el Govern trata de resolver la falta de camas y de presupuesto sanitario con la discriminación de los enfermos menos rentables. En septiembre de 2014 estallaba la polémica con el titular en ABC: Cataluña obliga a los médicos a marcar a los enfermos terminales para ahorrar. La noticia se hacía eco del comunicado de la consejería en el que se instruía a los facultativos para “señalar con una X a los pacientes crónicos si sospechan que les queda un año de vida”. Una condición que, según ese periódico, condicionaba los tratamientos. Lo que suscitó en blogs y redes la comparación de esta medida con “los campos de exterminio nazis, donde se marcaba a los seres humanos como ganado”.

La polémica quedó zanjada para la prensa después de que el entonces conseller Boi Ruiz negara el 25 de octubre de 2014 ante el Parlament que se estuviera quitando la medicación a los pacientes señalados con una X. Pero no para los que vimos morir de mala manera a un familiar por falta de auxilio o de algo tan elemental para la vida como el agua, al serle denegado el suero en la residencia de mayores Dolors Aleu de Barcelona, con el argumento de que venía marcado desde el Hospital Clínic como enfermo de corta duración. O los que tuvimos cuatro meses a un familiar en lista de espera para una intervención de la que dependía su vida, o vimos cuántas veces le fue denegada una cama y devuelto a casa para tener que volver al dia siguiente a urgencias con los síntomas agravados. Los familiares del enfermo presentamos infructuosamente quejas y denuncias por ello.

Llama todavía la atención cómo la oposición dio por buenas las explicaciones de Boi Ruiz en la misma comparecencia en la que anunciaba un recorte de medio millón de euros en el presupuesto de sanidad para el año siguiente, devolviéndolo a la misma cantidad, menos de 8.300 millones, que tres años antes. No hay que saber mucho de matemáticas para darse cuenta de que los recortes en la sanidad han ido a contracorriente de un aumento creciente de la población junto al envejecimiento de la misma. Este desfase no ha dejado de crecer año tras año.

No es algo exclusivo de la sanidad catalana. Vemos cómo esta práctica de compensar la falta de camas y recursos con el triaje se está aplicando también en Bélgica y Holanda, los únicos países de la Unión Europea, junto con Luxemburgo, donde está legalizada la eutanasia. Países donde se ha desarrollado una mayor tolerancia a la muerte prematura, pero tambien de donde nos llegan ahora noticias del terror que están viviendo ancianos que no quieren morir. Y con otros términos, como "líneas de actuación", se está empleando también de forma más o menos encubierta o atemperada en otras comunidades autónomas.

Si bien la expansión del virus se debe a muchos factores, no hay que saber tampoco mucho de matemáticas para comparar cómo la proporción entre muertos e infectados se relaciona con el nivel de atención que ofrece el sistema sanitario de cada país.

Alemania, siendo el cuarto país en número de infectados del mundo, tiene una tasa de mortalidad del 0,8% frente al 8,5% de España o más del 10% de Italia. Mientras que en el otro lado, tenemos a Ecuador, uno de los países con mayor proporcion de infectados de América Latina, que duplica nuestra tasa de muertos. Si tenemos en cuenta que Alemania contaba ya con 25.000 camas con respiradores y 29,2 camas de cuidados intensivos frente a las 9,7 camas en España por cada 100.000 habitantes y la escasez angustiosa de respiradores, acaso podamos extraer alguna lección sobre las deficiencias que han contribuído a la elevada mortandad en nuestro país.

Las estadísticas nos informan tambien de que los mayores de de 70 años suponen hasta ahora casi el 50% de los ingresos hospitalarios por coronavirus en España, el 41% de los que necesitan cuidados intensivos y el 87,6% de los fallecidos. Todo lo cual hace de ellos los menos rentables para un sistema sanitario orientado con objetivos de empresa, donde el éxito se mide por el número de altas con un tiempo mínimo de estancia, y que en los últimos años se ha traducido en un incremento creciente de altas anticipadas. Así, el hospital se apunta un éxito estadístico aunque el enfermo muera a los dos días en casa. Es lo que le ha sucedido al abuelo de Iván Calle, al ser dado de alta en el hospital de Martorell para ser trasladado, sin informar a la familia, a instalaciones de un pabellón para enfermos supuestamente estables. Muerto el perro, muerta la rabia. Los eliminas de las estadísticas y no existen.

De esta pandemia podemos salir mas polarizados de lo que entramos. Los que, aferrados a la doctrina del déficit cero, pretenden normalizar prácticas aberrantes que están entrando por la puerta de atrás en nuestro sistema sanitario, por un lado. Y, en el otro, los que reclaman que se adapte desde ya nuestro colchón sanitario y asistencial a las necesidades reales de los seres humanos que vivimos en este país, más que a las estadísticas.

Que cada uno escoja dónde quiere estar de cara a la próxima pandemia.