El principal problema de la economía española es un deficiente funcionamiento del mercado laboral. Sus consecuencias más importantes son una elevada tasa de paro y un excesivo número de trabajadores con contrato temporal. En otras palabras, dicho mercado suspende holgadamente en cantidad y calidad del empleo generado.

En ambas características, España se sitúa a la cola de la Unión Europea (UE). Por un lado, es el segundo país con mayor tasa de desempleo (15,3% en mayo de 2021), no habiendo bajado ésta del 7,9% (2º trimestre de 2007) desde la llegada de la democracia. Por el otro, somos líderes destacados en porcentaje de trabajadores temporales. En 2020 tenían esa condición el 20,1% de los empleados, casi el doble que la media de la UE (10,7%).

Para las empresas, la gran ventaja de los contratos temporales es la menor indemnización sufragada cuando deciden prescindir de sus asalariados. En esos contratos, está establecida en 12 días por año trabajado. En cambio, en los indefinidos viene fijada en 20, si el despido es por causas objetivas, o en 33, en el caso de ser considerado improcedente.

En numerosas ocasiones, la menor indemnización pagada a los empleados temporales hace que sean los más fáciles de despedir, cuando la cifra de negocio de la empresa sufre una significativa disminución. La elevada tasa de paro también facilita su sustitución, si sus pretensiones monetarias quieren acercarse a la retribución obtenida por los trabajadores fijos.

Ambas amenazas repercuten sobre su estabilidad en las empresas y ésta en su salario. En 2019 los empleados temporales percibieron un 32,2% menos que los indefinidos (17.931,77 euros versus 26.459,42 euros). Una diferencia también explicada por otros factores, entre los que destacan su menor experiencia laboral, un inferior tamaño de las empresas donde trabajan y una mayor estacionalidad de los sectores en los que desarrollan su actividad.

Las principales víctimas de la temporalidad son las mujeres, los inmigrantes y los jóvenes. En gran medida, el descontento y la frustración de muchos de los últimos tiene su origen en la sucesión de contratos precarios que acumulan durante su corta vida laboral. Aunque su preparación sea excelente, consiguen una escasa retribución, no logran que las empresas inviertan en su formación y consideran imposible desarrollar una carrera profesional.

Dicha situación influye negativamente sobre la productividad de las empresas, su competitividad y el crecimiento del PIB. El abuso de la contratación temporal por parte de numerosas compañías los convierte casi únicamente en mano de obra barata y el país desaprovecha una parte importante del talento y la cualificación profesional que su sistema educativo ha generado. Los números hablan por sí solos. En 2019, el 63,5% de los ocupados entre 16 y 24 años y el 39% entre los 25 y 34 tenían un contrato de las anteriores características.

Para ofrecer empleos de mayor calidad, mejorar las perspectivas laborales de los jóvenes, reducir la desigualdad en la distribución de la renta y cumplir con una de las principales obligaciones establecidas por Bruselas, nuestro país debe reducir en un elevado porcentaje la tasa de temporalidad.

No obstante, la consecución de los tres primeros objetivos solo los logra una de las dos principales opciones que permite su disminución. En síntesis, consiste en convertir a los trabajadores fijos en temporales o hacer el camino inverso. La primera opción es generalmente preferida por las empresas y los partidos de derecha, la segunda por los sindicatos y las formaciones de izquierda.

La alternativa inicial supone equiparar a la baja la indemnización de los empleados fijos y temporales. Así sucedería si ambos recibieran 12 días por año trabajado. Dicha propuesta no proporcionaría una mayor estabilidad en el trabajo a los segundos, pero sí haría más vulnerables a los primeros. Aunque acabaría con la discriminación actual entre unos y otros, no logaría la consecución de las tres metas iniciales.

El verdadero objetivo de la anterior proposición sería la disminución del salario percibido por los nuevos profesionales que acceden al mercado laboral y la mayor dificultad de los consolidados para mejorar significativamente su poder adquisitivo anual. En tiempos de crisis, la promesa de una mayor generación de puestos de trabajo en el futuro llevaría a una sustancial parte de la población a aceptar la modificación de la legislación.

La segunda opción implica equiparar al alza ambas indemnizaciones o restringir notoriamente la utilización de los contratos temporales. La última alternativa es la elegida por el Ministerio de Trabajo, con gran enfado por parte de la patronal. Así, recientemente, la CEOE ha calificado de marxista la contrarreforma laboral (opuesta a la realizada por el PP en 2012) planteada por Yolanda Díaz.

La ministra propone utilizar los contratos temporales únicamente cuando una empresa tenga un incremento inesperado de la demanda de sus productos o servicios. En base a este supuesto, un restaurante de un municipio turístico no podría utilizar dicha modalidad contractual para aumentar su plantilla durante el mes de agosto, tampoco un comercio textil en diciembre. La figura adecuada sería la de fijo-discontinuo.

También pretende restringir considerablemente la utilización de los contratos de obra y servicio. En base a ellos, una compañía contrata a otra para realizar determinadas actividades, tales como la construcción de un edificio, el telemarketing o la limpieza de sus instalaciones.

Una colaboración que sale rentable a ambas, pues la primera se ahorra dinero y la segunda lo gana. La clave está en el uso de la contratación temporal por parte de la última y el abono a sus trabajadores de un salario significativamente inferior al que la principal se hubiera visto obligada a sufragar, si trabajaran directamente para ella.

En definitiva, el consentimiento del abuso de la temporalidad viene desde 1984. La pretensión inicial era que durara poco tiempo y dejara de existir cuando la tasa de paro volviera a ser reducida. Sin embargo, ha perdurado hasta la actualidad.

Sus consecuencias han sido muy nocivas. Ha estimulado la actividad empresarial basada en producir barato en lugar de hacerlo con calidad, ha impedido obtener el máximo provecho de la mayor cualificación de los trabajadores y ha contribuido decisivamente a que el país mantuviera su histórico modelo de crecimiento basado en los bajos salarios.

Dados los anteriores efectos, un futuro mejor pasa necesariamente por acotar las actividades que puedan utilizar el contrato temporal. Aunque la creación de empleo por punto de incremento del PIB será inicialmente menor, en los próximos años dicha repercusión será compensada por el impulso del crecimiento económico generado por los fondos europeos.

No obstante, el logro más preciado será el aumento del nivel de vida de numerosas familias y la disminución de sus preocupaciones. Un trabajador fijo duerme más tranquilo que uno temporal.