Otra vez el Rey ha pronunciado un discurso excepcional, en el sentido de provocado por la gravedad de circunstancias excepcionales.

El primero, pronunciado el 3 de octubre de 2017 para desarmar el golpe de Estado del nacionalismo catalán, fue decisivo no ya para galvanizar al pueblo español, sino para darle voz, porque la palabra puede intervenir en los hechos de la política y de hecho es sustancial a ellos. El discurso del pasado miércoles, en cambio, era estéril a efectos prácticos, pues el virus no atiende a la razón dialéctica. Dadas las circunstancias --circunstancias que Macron, en su discurso, definió como una “guerra”, término que recogió Sánchez y al que también se refirió la señora Merkel-- el Rey estuvo todo lo persuasivo que pudo hablando de una guerra para la que no puede proveer cañones, tanques ni vacunas.

No es un gran actor ni puede naturalmente dejarse llevar por la espontaneidad, como le piden algunos que deben creer que todo lo que sale por la tele tiene que ser fresquito y divertido; se puede haber echado en falta que sonase el himno y algo más de pompa y solemnidad, pero doctores en comunicación tiene el Estado y el caso es que Felipe VI dijo lo que le tocaba con profesionalidad, empatía y compasión. Diría que también con convicción. Se le vio lógicamente preocupado y algo nervioso. Pidió unidad y solidaridad y trató de transmitir confianza. A un colega de esta sección esto le parecen pamplinas; supongo que esperaba que en estas circunstancias caóticas, en estas circunstancias de guerra, saliera el Rey a dar cuenta o explicaciones sobre las supuestas cuentas de su padre y Corinna en Suiza. También hay quien le da por dar golpes a la cacerola en el balcón.

La monarquía española es de naturaleza parlamentaria, democrática, como la sueca o la holandesa, no una monarquía absoluta como, por ejemplo, la de Arabia Saudí; y por consiguiente el Rey no podía pasar de la retórica a los actos, que es la tarea y responsabilidad del Gobierno. Se comprende, ¡cómo no se va a comprender!, que algunos o muchos ciudadanos se sientan decepcionados o desafectos porque las palabras, por más que las pronuncie el Rey, no liberan del confinamiento, de la angustia ni del peligro que corre su salud, un peligro de muerte. Para decir esos cuatro lugares comunes haberte quedado en la Zarzuela, vienen a decirle.

Sucede que aun a riesgo de crear frustración en algunos el Rey tenía que manifestarse; y hacerlo en esos términos inevitablemente consabidos y previsibles, como símbolo o representación única no de un partido u otro, de un colectivo de empresarios o de otro de trabajadores, ni de la sociedad civil o de las fuerzas armadas, ni de una u otra de las 17 autonomías, tenía que dirigirse (es lo que en los tiempos más oscuros de Francia el general De Gaulle definió como “l’appel”, o sea la llamada) a algo que está por encima de la estructura administrativa del Estado: lo común, la nación.

Como abrigo de todos sus ciudadanos y garantía de su unión y su porvenir. Por eso, entre los propósitos de las fuerzas que se han declarado pública, reiterada y literalmente hostiles y enemigas del Estado, el primero es derribar el trono, su último e inefable símbolo. En fraternal conspiración con los neocomunistas --Alberto Garzón suele llamar al Rey “el ciudadano Borbón”, ominosa referencia al “ciudadano Luis Capeto” con que se referían los revolucionarios de 1789 a Luis XVI antes de guillotinarlo-- que ya están en el Gobierno, y los consabidos, atolondrados “compañeros de viaje” o “tontos útiles” que nunca faltan cuando se forma, en el caos general, una fuerza nueva con una idea sencilla, un claro propósito y una clara dirección. 

Hacen bien los conspiradores en forzar la máquina para derribar el trono aprovechando la magnitud de la confusión en que se mezclan como explosivos inestables la pandemia, la crisis, el procés, el chantaje de Corinna y la participación de los comunistas en el Gobierno. Está en su lógica. Las naciones se destruyen o se forjan precisamente en estas crisis tan graves. Son una amenaza, y una oportunidad. Cierto que el coronavirus hace que todo lo demás parezca fútil, incluidos los discursos, pero convendría reparar en ello y actuar en consecuencia.