Cuando no se ponderan las miradas y solo se suman las voces, corres el peligro de que alguien decrete a gritos la huelga en la Generalitat, durante la primera semana del juicio del 1-O. Y así ha sido. Es el shutdown de Torra, el cierre de la Administración por mis redaños, al estilo Trump. No trabajaremos, pero a diferencia de EEUU, a los funcionarios se les aplicará la ley rebajándoles el sueldo proporcionalmente al paro y los cargos políticos seguirán cobrando, ¡oiga!, porque ellos no hacen huelga o la hacen cada día a la japonesa, en reuniones diletantes de saloncito apartado; ¡ay si un día hablan los restauradores de la ciudad, los Fermí Puig, Tejedor, Humada y compañía! Sobre todo, seguirá cobrando el president, que acaba de subirse por Decreto su sueldo y su pensión vitalicia. Torra no renuncia a las gambas de Palamós ni a los tortellets del horno de Sant Jordi, ni a la ratafía. La privación de libertad de sus camaradas solo le sirve de pretexto, porque del machaque de los presos no sabe nada quien, como él, no conoce el hierro.
El procés ha puesto la huelga en manos de la Intersindical CSC, un sindicato, pongamos por caso, del que hablan a menudo los líderes indepes para calentar las movilizaciones. Más allá de su secretario general, Carlos Sastre, de biografía inmarcesible, uno se pregunta: ¿Qué coño es esto de la Intersindical?, al hilo de Pujol cuando dijo aquello de ¿qué coño es esto de la UDEF?, en referencia a los maderos que lo habían trincado. Pues la Intersindical es un modelo intermedio entre el Centro Autonomista de Dependientes del Comercio y de la Industria (el CADCI de los botiguers, captado por ERC en la Segunda República, que en democracia transmitió a UGT la sede de la Rambla de Santa Mónica) y los sindicatos amarillos que defienden corporaciones, mientras les traen al pairo los derechos sociales. Desprende el tufo de los sindicatos de la pólvora de los años del toque de queda, que reunieron a lo mejor de cada casa, con perdón, cuando Barcelona se convirtió en la Rosa de Fuego. No sabemos que saldrá de todo esto, pero difícilmente conciliaremos belleza y verdad bajo principios tan vagos como los de paralizar el país para defender una República empujada por una minoría (sí, sí, dos millones de catalanes) frente a una mayoría abrumadora de los otros cinco que faltan para llegar a siete. Sobre todo, cuando es el propio poder político, sometido por sus actos al escrutinio de los jueces, el que anima a sus funcionarios a que vayan a la huelga.
La plataforma independentista dice que es el quinto sindicato de Cataluña (el quinto de cinco, verbigracia), deudora del antiguo SOC, y muy alejada de los planteamientos concertadores de los sindicatos de clase mayoritarios y rigurosos, CCOO y UGT, los de verdad. El nuevo intento de paro político del país, un año después de la huelga general del 3 de octubre y 8 de noviembre de 2017, en la que si participaron CCOO y UGT, ya no cuela. El llamamiento actual ha chocado con el muro sindical de los grandes, pero con la aceptación lamentable de USTEC, la central corporativista de los enseñantes. Ah, y con la negativa de CGT, el sindicato modelo astillero de Portland (La ley del silencio, de Elia Kazan, protagonizada por Marlon Brando), defensor de la paga entera para las pensiones de los maquinistas del Metro, que se retiran a los 50 años. A estos no les hables de nada que no sea el bolsillo.
La Generalitat les debe dinero a sus empleados --dos medias pagas de 2012 y 2013-- pero les propone un paro. Propio de unos partidos, PDECAT y ERC, que se dicen Govern pero que no están en el Govern. “Paremos las máquinas”, dicen los señores que no trabajan, los haraganes de siete suelas que acuden diariamente a sus despachos, pero no para gestionar el espacio público, sino a complotar su destrucción, en elegantes salones de té, que pagamos los contribuyentes. Por fin una revolución entrista y desde arriba, el éxtasis del trotskismo; el chollo para un aspirante a bolchevique de Cartier y gauche caviar.
Nos movemos entre la sonrisa paródica de los fríos y la elevación teológica de los hiperventilados. Los que se lo miran con distancia están convencidos de que con una nueva huelga política vamos directos al barranco; todos saldremos perdiendo, porque los aparatos del Estado se han configurado precisamente para aguantar estos embates. Frente a los que vindican la cabeza fría y corazón caliente (somos muchos), se levanta el perfil de una Generalitat agonizante, reducto de las estructuras de Estado convertidas en malformaciones congénitas. Si a ese cuadro le añadimos la presión de los políticos sobre los funcionarios empobrecidos, el escenario es de desolación. Después de tanto tiempo en la intemperie, nos aguarda el fin herrumbroso de una época oscura.