El president Torra no puede desescalar el confinamiento porque eso es una competencia exclusiva del Gobierno. En cambio, si puede habilitar certificados de inmunidad y repartir carnets de curados, enfermos o enfermísimos, con colores identificables, cuya puesta en marcha  se saltaría las normas de la Sociedad Española de Medicina Preventiva que protegen la privacidad de los pacientes. Lo del certificado es del rutilante infectólogo de Can Ruti, Oriol Mitjà; y Torra lo podría aplicar, si consigue saltarse la ley, algo muy común en nuestro país. Estamos ante la irrupción del llamado pasaporte serológico, que dividirá a la sociedad entre infectados y sanos. La latente conflictividad social se convertiría así en convivencia difícil entre categorías enfrentadas por la limpieza de sangre; solo que esta vez no es entre cristianos viejos y marranos, sino entre infectados y no infectados.

Aminoraremos las diferencias insalvables, gracias a los bazucas del BCE y a la política fiscal expansiva que quiere aprobar Bruselas en el Consejo Europeo de este jueves. Pero, siguiendo al dúo Torra-Mitjà, entraremos en la lucha de clases serológicas. Llegaría el mundo luciferino, con los enfermos y excluidos pidiendo vacunas, en sucesivas estampas orwelianas.

El programa de escalonado desconfinamiento, que quiere aplicar la Generalitat consta de 10 puntos y el sexto plantea valorar la posibilidad de implantar un certificado digital vinculado al carnet de vacunación; pero eso sí, “cumpliendo siempre los estándares europeos” y asegurando los criterios bioéticos, de privacidad, de protección de datos y de igualdad de acceso. Se podrá endulzar el tono, pero el daño intencional ya está hecho. Da lo mismo que la inspiración provenga de consagrados utopistas, como Fourier, Proudhon o William Morris o de racistas inmisericordes, húngaros, checos, eslovacos o serbios. La denuncia no renuncia: desenmascarar al enemigo del pueblo siempre reconforta.

Es mejor combatir dialécticamente a la Ciudad Liberada que vivir en ella, enjaulado en la inapelable promesa de un mañana mejor para los que dicen sí. Si ganaran Torra y Mitjà entraríamos en el escenario de la utopía severa: los catalanes de soca rel a un lado y los leprosos al otro. La vulnerabilidad le ganaría la partida al humanismo;  la tentación étnica vencería sobre la bondad. Aquel día, Montserrat, marxapeu de l’Infinit (umbral del Infinito), miraría de frente al Canigó, la montaña que revive, en el corazón henchido del poeta, a la Joven Alemania de Heine y al Parsifal de Wagner. Se cantaría a la raza, no al ser humano.

En momentos como el actual, la economía es la máquina insustituible de emprender; los individuos emprenden el camino de retorno al curro ofreciendo sus loas al Dios de la Productividad, pero el día que giran la vista atrás (hoy mismo, sin ir más lejos) se convierten en estatuas de sal. Lo hecho no cuenta; solo vale abrir camino. El Adriano de Margarita Yourcenar, dragaba los puertos para embellecer las playas. Para nosotros, desvelar la intención del Príncipe --que aplica a Maquiavelo eludiendo la ética-- obliga a los periodistas y excluye a los corifeos. Construir bibliotecas de una sola lengua, como quiere el Príncipe, equivale a levantar graneros públicos desprovistos de trigo. La pelea que empobrece renueva los votos de la reacción étnica.

La retirada del Estado empezó con las privatizaciones de Artur Mas, fue seguida por el separatismo obsesivo de Junqueras, pero ahora, Torra quiere desandar el camino, atemorizado por una recesión que nos dejará en mantillas. Es demasiado tarde. Este inconsistente Govern no puede gestionar los fondos que llegarán de Bruselas y Frankfurt. ¡Que sea todo finalista!

El quejido de los más vulnerables se convertirá pronto en aullido callejero. La dejación de responsabilidad en el espacio público no es un simple escarceo del mundo soberanista; es una revolución copernicana en pro de la secularización del Estado del Bienestar, con sus dos soportes debilitados: la enseñanza y la Salud. Mientras media Europa baja el listón de los estudiantes que pasarán curso como sea a causa de la pandemia, nuestras escuelas y centros especializados representan el desiderátum de la misma renuncia: las aulas se habían convertido antes de la crisis en sesiones de formalismo digital sin fondo y respuestas ocurrentes. Cuando el medio es el mensaje, la ciencia duerme (diga lo que diga el tal McLuhan). A medida que privatizamos la escuela mediante conciertos que enriquecen a unos pocos, las universidades se precipitan hacia un vacío.

En este tiempo de fresas silvestres, los olores recobran su intensidad como las castañas braseadas de otoño, la leña quemada o la tierra mojada. No añoramos el paso de las estaciones porque apenas percibimos cambios de color y no hay tacto detrás de los cristales, convertidos en barrotes de nuestro confinamiento. Los paseantes con niños representan la mácula del Decreto de Alarma que se precipita sobre el rugoso vacío del presente. En el Senado los nacionalistas piden solo para ellos botes salvavidas que son de todos. En la Comunidad de Madrid, presidida por Ayuso, los ancianos fallecidos en Residencias pueblan los crematorios. Y Alberto Reyero, consejero de Políticas Sociales, admite que estos centros, después de ser adquiridos por fondos de inversión y gestionados en régimen de abandono, “no estaban preparados”. ¡Por fin!

Barcelona será una Jerusalén desatada siempre que París siga siendo la última noche del mundo y que Madrid recobre de lleno su esplendor. Torra tendrá que meterse donde le quepan sus certificados de inmunidad. La eugenesia catalana no será. No es más que un golpe de efecto, producto de la insaciabilidad pueril; o tal vez, un simple ataque de cuernos del infectólogo catalán, que juega a ser como el bravo Fernando Simón, sin las herramientas, el cargo y la sutileza del director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias. ¡Que la envidia no mueva al mundo!