La articulación de la España de José María Aznar empezó por Cataluña. Ahora, 25 años después, el impulsor de aquel “partido incompatible con la corrupción”, reescribe el pasado sin vergüenza. Pero los datos cantan: más de la mitad de los miembros de su primer Gobierno han sido investigados por la Justicia y 22 de los 34 ministros del ex presidente se han visto salpicados por casos de corrupción.
En 1996, el Pacto del Majestic fue el primer gran acuerdo de gobernabilidad de la derecha española con el nacionalismo, en democracia, pero el mismo Aznar se encargó después de abrir una zanja entre Cataluña y España, sirviendo en bandeja la radicalización soberanista. La conjura de los jóvenes turcos --la generación de Homs, Madí, Oriol Pujol y el propio Mas-- contra el reformismo de Miquel Roca y de Duran Lleida dejó impagada la factura que empobrece a la Cataluña actual del odio y del resentimiento separatista.
Cada vez que se le pide una recopilación, Aznar sigue encastillado en la autoría de ETA del atentado de Atocha, el más incruento de nuestra historia, perpetrado por el terrorismo islámico. Se distancia de los sobres de su partido y nunca habla de la corrupción; pero lo que empezó con el caso Naseiro y continuó con la adjudicación de contratos a empresas de centenares de millones de euros, investigados ahora por la justicia, acabó convirtiéndose en un vicio sistémico. La ciénaga del partido de la oposición ha acabado por desbordar las últimas terrazas de Génova, la sede en liquidación.
Su actual presidente, Pablo Casado, cachorro de Aznar, perfil puritano de Faes frente a la imagen desbocada de Cayetana Álvarez de Toledo en el patronato conservador, tiene un futuro negro. El mago Houdini le proyectó sin contarle las verdades del barquero y ahora Pablo ahoga sus penas en la operación inmobiliaria de la sede tóxica, a través de un “te la vendo si me das lo comido por lo servido”. El PP, el “partido mejor gestionado de España”, como solía decir Cospedal --señora de empeine alto-- tiene deudas y embargos judiciales.
El PP se rige como un partido-contenedor, territorio de tecnócratas y populistas sin doctrina; espacio de inmovilistas y de movientes. Se derrumba, como un castillo de naipes, pero tiene un clavo ardiente a mano: el inminente pacto de Govern entre ERC y JxCat, que puede acabar con Sánchez. La famosa moneda al aire de Iván Redondo --émulo de aquel cardenal Mazarino, que fue regente de Francia-- algún día saldrá cruz y entonces, se habrá acabado el apoyo de los 'indepes' a Moncloa.
El momento político del laberinto español es en parte una herencia del cabreo de Aznar, después del lejano Pacto de Lizarra (1998), cuando Arzalluz quiso apoyarse en el PSOE rompiendo el pacto de legislatura con el PP. Ahora, el PNV juega con el otro lado de la mesa, al cerrar su pacto con Casado para la renovación de vocales en el CGPJ y RTVE, articulado entre Génova y Sabin Etxea. Lo que tiene cuajo es que la aproximación PP-PNV haya coincidido con el punto muerto de las negociaciones entre Casado y Moncloa, por el veto a Ricardo de Prada, el magistrado que condenó al partido conservador por “corrupción continuada”.
¿Es que el PNV ha recuperado su papel de bisagra entre los dos grandes partidos de Estado? Sí, y la idea procede de Aznar. El mentor mueve los hilos de Casado, cuando este último acierta trasladando a Moncloa las debilidades de Ajuria Enea o la Generalitat, dependiendo del caso.
El nieto de aquel Manuel Aznar Zubigaray, que entró en Barcelona al final de la Contienda Civil como relator del bando nacional, completó en 2004 su segunda legislatura con final infeliz en Las Azores. Antes de su adiós, regó de gasolina el polvorín catalán; él nunca echa la vista atrás por temor a convertirse en estatua de sal. Es de los que defienden atacando, como el Atalanta de Bérgamo.