La reciente muerte de Charlie Watts me ha hecho pensar que no solo está falleciendo el rock, sino también los que lo inventaron. Yo creo que cuando la diñen Mick Jagger, Keith Richards, Paul McCartney y Bob Dylan ya podremos celebrar el funeral definitivo de un tipo de música que fue muy importante durante la segunda mitad del siglo XX, pero que ahora, avanzado ya el XXI, se ha convertido en algo residual y francamente antiguo. Reconozcámoslo, el pop de guitarras (y hasta el de sintetizadores) forma parte del mundo viejuno y ha sido sustituido por lo que hacen divas de todo pelaje, raperos variopintos y estrellas del reguetón. Quedan, prácticamente en solitario, los Strokes, que a mí me gustan mucho, pero no dejan de ser un anacronismo, los pobres.

Pienso en lo que me cuenta C., el hijo de dieciocho años de unos buenos amigos, que se ha tomado en serio la historia del rock y cada día descubre alguna maravilla ignorada por su generación. Hace poco descubrió a Pink Floyd y no encontró a nadie de su quinta para comentarlo porque nadie había oído hablar en su vida del grupo fundado por Syd Barrett a finales de los 60. Los más espabilados (o curiosos) llegan hasta U2 o Bruce Springsteen, y todo lo grabado con anterioridad forma parte de una confusa nebulosa por la que les da pereza internarse. Para sus amigos, evidentemente, el pobre C. es un excéntrico que les habla de gente que no saben quién es y que reacciona a sus descubrimientos como un punk de mi época si le hablabas de Boccherini o de Telemann. Así he llegado a la conclusión de que el rock y el pop del siglo XX es la nueva música clásica, que tuvo un principio y que está teniendo un final, como todo en esta vida. ¿Es posible que alcanzara el zenit de su innovación en los años 70, con Bowie, Kraftwerk y demás y que, a partir de ahí, todo fuera cuesta abajo? Desde los esfuerzos de puesta al día emprendidos por Beck a principios de este siglo, no me constan grandes evoluciones en el pop. Siguen publicándose discos interesantes de gente que está muy bien, pero se ha acabado aquel relevo constante de antaño, cuando tras los Clash venían los Talking Heads y luego los B 52 y así sucesivamente. Es como si la tradición y la costumbre hubiesen pasado a mejor vida y las orejas juveniles se hubieran enfocado hacia otros sonidos. Si eso es cierto --y me temo que lo es--, al pobre C. lo van a mirar como si fuera un marciano durante bastante tiempo. Y los que ya tenemos una edad (o dos) nos vamos a pasar lo que nos quede de vida revisando (o descubriendo) viejo material de cuando parecía que la historia del rock no terminaría nunca (en mi última visita a la Fnac me hice con sendos discos dobles de los Everly Brothers y la folk singer Melanie, lo cual les da una idea de que cada día me muevo con mayor soltura en la más rabiosa actualidad).

Refugiarme en la música de mi juventud (y anterior a ésta) resulta, me temo, bastante normal: reconoces que empiezas a estar de prestado en el presente y recurres a las viejas emociones. Lo mismo te puede pasar con la literatura y el cine. Y siempre te queda algún carcamal de tu quinta con el que comentar lo buenos que eran los Stones hasta mediados de los 70 o el poco caso que se les hizo a los Ultravox de John Foxx. Pero el pobre C. se siente más solo que la una y cada día lo veo más melancólico. En la era del reguetón y el trap, al chaval le ha dado por la música clásica. Por la nueva música clásica: aún recuerdo cuando le regalé una camiseta del Ziggy Stardust de Bowie y no se la quitó en tres días, cosa que, lo reconozco, me enterneció. Le ha tocado ser un friki, como sus padres y los amigos de sus padres, pero un friki deliciosamente anacrónico: hasta la muerte de Charlie Watts pareció afectarle, aunque nada tenía en común el chaval con ese octogenario.

Yo prefiero tomarme la muerte del rock & roll como un estímulo más para irse despidiendo dignamente de este mundo cruel. Realmente, si los amigos la van palmando, los cines cierran, la prensa de papel y los quioscos desaparecen y el pop lo representan Lady Gaga y Harry Styles, ¿para qué coño quiere uno seguir vivo? En el ínterin, pienso seguir disfrutando de la nueva música clásica (en vinilo y CD, nada de Spotify) y envidiando al bueno de C., cuyas epifanías musicales y súbitos descubrimientos de cosas que me sé de memoria me enternecen profundamente.