Ojalá todo fuera tan sencillo como lo que ha hecho mi admirado Fernando Savater: como me da asco el deterioro moral de la izquierda y la deriva que Pedro Sánchez ha marcado al PSOE, me paso al PP y santas pascuas (de paso, aprovecho para entonar un innecesario mea culpa y reconocer que yo era medio tonto cuando militaba en la izquierda). Fácil, ¿eh? Pero esa actitud proactiva y, en el fondo, de un optimismo injustificado no está al alcance de todo el mundo.

Los socialdemócratas (de la posguerra alemana) que quedamos en España y que experimentamos una grima tremenda ante el neo-PSOE, Sumar y lo que queda de Podemos, pero somos incapaces de hacernos de derechas de la noche a la mañana, ¿qué hacemos cuando llegan elecciones? Llevamos toda la vida votando a la izquierda, la izquierda nos ha fallado miserablemente y nos hemos quedado huérfanos de representación. Pero la posibilidad de convertirnos en ayusers nos pone los pelos como escarpias. A la hora de votar, lo único que se nos ofrece es la posibilidad de votar a una gente a la que no soportamos, pero que tal vez nos da un poco menos de asco que las demás opciones, o quedarnos en casa y que sea lo que Dios quiera (se cansa uno de votar al mal menor, desearía uno tomar partido por alguien, no conformarse con los que menos rabia nos dan).

Mañana se vota en mi querida comunidad autónoma y yo sigo debatiéndome entre pasar olímpicamente de la cita con las urnas o votar al representante del PSC, Salvador Illa, también conocido por el cariñoso alias de El Enterrador, dado su indudable aspecto de probo empleado de una funeraria. Se supone que, si te abstienes, luego no puedes quejarte porque has dimitido de tus obligaciones como ciudadano. Pero ¿y si votas y después te arrepientes, como me pasó tras la única vez que voté a Pedro Sánchez, ese hombre proactivo, resiliente y profundamente enamorado de su esposa?

Pongamos que me acerco al colegio electoral (con una pinza de las de tender la ropa en la nariz) y voto por El Enterrador. Pongamos que gana, pero no con la suficiente holgura como para formar Gobierno en solitario. En ese caso, es muy capaz de pactar con ERC, con Junts, con los comunes o con quien haga falta, en la línea de su jefe de filas en Madrid, del que no discrepa jamás, del que fue ministro y al que da la razón en todo (por lo menos, Alejandro Fernández tuvo la decencia de plantarse ante Núñez Feijóo cuando este andaba haciendo maniobras orquestales en la oscuridad con el ínclito Puigdemont; con respecto a Sánchez, Illa es Don Ángel Siseñor, olvidado personaje de los tebeos de la escuela Bruguera: lo que diga y haga el jefe va a misa).

Es posible que todavía me esté recuperando de la catástrofe de Ciudadanos, partido del que fui compañero de viaje en sus primeros tiempos socialdemócratas. Ciudadanos, o más concretamente Ciutadans, me pareció al principio una alternativa razonable al PSC que hacía lo que le tocaba hacer a este, pero no hacía obedeciendo a su legendario síndrome de Estocolmo con los nacionalistas. Cuando empezaron la purga de rojos, el paso a la derecha y la megalomanía chiflada de Albert Rivera, creyendo que podía sustituir al PP (que no tiene votantes, sino hooligans), me desentendí de lo que pudiera pasarle a ese partido, que, en el caso de Cataluña, todo parece a indicar que va a ser la desaparición y la absorción por el PP de los más espabilados.

Ahora podría depositar mis ilusiones en Izquierda Española, pero me pilla cansado y sin mucha capacidad de entusiasmo. Viendo la evolución (o involución) de todas las alternativas al PSOE y al PP, a derecha e izquierda, da la impresión de que estamos condenados al bipartidismo. Y recuerdo las frases de mi amigo Jaume Sisa, cantautor galáctico, cuando me dijo algo parecido a esto: “La política en España consiste en comer de menú y tú te empeñas en comer a la carta. En el menú se te da a elegir entre pollo y conejo, ¡y tú quieres langosta!”.

La verdad es que me conformaría con una cheeseburger decente, que ya tengo una edad y no estoy para creer en quimeras. Pero ni la cheeseburger figura en el menú. Lo que en España se entiende por izquierda da pena, y la derecha (no hay dudas sobre su coherencia) es la misma de siempre, la de toda la vida, con sus energúmenos, sus carcas, sus corruptos y alguna que otra persona decente que suele acabar mal.

Para el socialdemócrata (de la posguerra alemana) no hay esperanza alguna. Te conviertes en un disidente de lo que se supone que es la izquierda y, en cuanto te descuidas, el Gran Líder o alguno de sus secuaces te envía a una imprecisa fachosfera de la que nunca has formado parte. A diferencia de Savater, eres incapaz de mutar en ayuser. Y mañana, en Barcelona, tienes que ir a votar y elegir entre El Enterrador y el Inframundo.

Como diría Bartleby, preferiría no hacerlo, y pienso que, de la misma manera que hay una edad mínima para votar, también debería haber tal vez una máxima, la de la jubilación, que ya he superado. Así me ahorraría este sinvivir deprimente y tristón que se apodera de mí cada vez que me toca acercarme al colegio electoral a hacer como que me preocupo por el futuro de mi país, de mi región y de mi ciudad.