No es que a uno le interese especialmente lo que diga o deje de decir Felipe VI, pero, teniendo en cuenta que vivimos en una monarquía parlamentaria, creo que deberíamos cederle el privilegio exclusivo de dirigirse a los españoles a finales de diciembre para desearnos un feliz año nuevo, recordarnos que somos un gran país y urgirnos, en líneas generales, a que nos portemos bien y respetemos la Constitución.

O sea, que nos podríamos ahorrar los latazos que cada presidente de comunidad autónoma les suelta a sus sufridos administrados en estas fiestas tan entrañables, destacando por su pesadez los mandamases de esas comunidades que se definen como históricas porque cuentan con un idioma más que el resto (como si las demás carecieran de historia), se sienten superiores a todos sus vecinos (o, como decía Pujol, ni mejores, ni peores, diferentes; o sea, mejores) y aspiran a una independencia imposible que solo sirve para chinchar al conjunto de la nación en general y a sus conciudadanos que no están por la labor en particular.

En Cataluña nos llevamos la palma a la hora de consagrar la figura del presidente cansino y monotemático, figura molesta que cambia de representante, pero no de mensaje. Lo pudimos comprobar de nuevo hace unas noches con el discursito de Pere Aragonès, ese señor bajito que hace como que preside esa pomposa institución llamada Generalitat que no es en realidad más que una gestoría con pretensiones.

No es que el discurso de Su Majestad batiera récords de audiencia (aunque lo emitían 30 cadenas a la vez, lo siguieron algo más de 670.000 espectadores), pero el de Aragonès sí batió su propio récord como generador del desinterés general. En el 2021, se tragaron el rollo 532.000 catalanes. En el 2022, la cosa bajó a poco más de 400.000. Este año, el Petitó de Pineda se ha tenido que conformar con 283.000 forofos (y con la humillación añadida de que el discurso del Rey, aunque se supone que los catalanes no tenemos rey, tuvo más audiencia que el suyo).

Da la impresión de que la ciudadanía en general se está empezando a cansar de los mensajes navideños de sus mandamases, ya sean nacionales o autonómicos. Y no es de extrañar: resultan previsibles, repetitivos, monótonos y no muy conectados con la realidad. No sé (ni me importa) qué habrán dicho los presidentes de Murcia o La Rioja porque ya tengo bastante con lo mío, pero les aseguro que el mensaje de Aragonès fue un delirio triunfalista que no se tragaban ni los que piensan como él.

Lo de Felipe VI tampoco fue el colmo de la originalidad, pero tampoco la esperábamos del Rey de España, al que se le redactan los monólogos navideños para no ofender a nadie, para que opte por un optimismo carente de motivos y, sobre todo, para recordarle que el Rey reina, pero no gobierna. Su discurso es algo típico de la navidad, como Ramón García recibiendo el año nuevo desde la Puerta del Sol envuelto en su capa de Casa Seseña. Personalmente, le considero un buen profesional que se está esforzando por salvar el anacronismo que le da de comer y que su augusto padre casi envía a tomar por saco con sus salidas de pata de banco eróticas y financieras. Y no tengo nada en contra de la monarquía parlamentaria, sobre todo viendo al personal que podría llegar a dirigir una supuesta república.

Tengo la impresión, además, de que es consciente de que lo suyo es un paripé que viene con el sueldo, pero que no le fomenta la sensación de relevancia (con que su hija Leonor llegue a reina, yo creo que el hombre ya se da con un canto en los dientes). Lo de los presidentes autonómicos, por el contrario, sí aspira a la relevancia; por lo menos, en el caso del mío, un chaval de pueblo que se da unos aires de estadista tirando a ridículos (los mismos que se daban Pujol, Mas, Torra y Puigdemont) y que cada día se toma en serio menos gente, como parece indicar la progresiva caída de su audiencia televisiva, que ya está muy quemada con esos cuentos de la lechera a base de amnistías, referéndums e inevitables independencias.

En el fondo, no hay tanta diferencia entre el discurso de un presidente autonómico y los rollos que cuelgan los más graves narcisistas de Facebook, esa gente que ha convertido una red social en unas sesiones gratuitas de terapia y masajes para su ego maltrecho. Yo diría que todos los españoles, del Rey al pelmazo de Facebook pasando por el presidente de la ineficaz gestoría catalana, tenemos la impresión de que nadie nos presta atención, nadie nos escucha, nadie nos hace ni puñetero caso y nadie quiere darse cuenta de nuestra innegable relevancia.

De hecho, es casi un milagro que el actual presidente del Gobierno, que es un narcisista de tomo y lomo, no haya cogido la costumbre de dirigirse también al pueblo por navidad. O que los alcaldes de todas nuestras ciudades se mantengan callados en estas fechas tan entrañables, llegando a lo sumo a competir por diversas memeces (pensemos en la pugna entre Vigo y Badalona por el árbol más alto de este año, ganada por la segunda gracias a un armatoste que mide dos metros más que el gallego). O que los presidentes de las comunidades de vecinos no monten un circuito cerrado de televisión para dirigirse a sus compañeros de inmueble. O, ya puestos, que cada español salga al balcón provisto de un megáfono y les dirija la palabra a los transeúntes, aprovechando para desearles un feliz año nuevo.

Sufrimos una permanente epidemia de relevancia y trascendencia. Todo el mundo tiene cosas que decir que se le antojan de una importancia absoluta. Ni locos nos escuchamos los unos a los otros, pero somos los reyes del monólogo intempestivo. Hace unos días me llegó el vídeo navideño de Chimo Bayo, figura señera de la Ruta del Bakalao, y temo que esté a punto de llegarme el de Leticia Sabater o, aún peor, el de Samantha Hudson. Y nada se puede hacer ante este delirio colectivo que las redes sociales han contribuido a incrementar (felices tiempos aquellos en los que para dar la chapa relevante había que enviar una carta al director de un diario de papel y confiar en que te la publicaran), permitiendo a cualquiera aspirar a la relevancia y la trascendencia.

No hay tanta diferencia entre el Rey de España y el brasas más insufrible de Facebook convencido de que al mundo le iría mejor si a él se le hiciera el caso que merece. La única, tal vez, es que Felipe VI sabe que lo suyo es un teatrillo, mientras el pelmazo de la red social (o el presidente de la Generalitat, o Chimo Bayo) está convencido de la pertinencia de sus agudas observaciones. España es un país de seres humanos relevantes a los que nadie presta atención, aunque hay algunas excepciones: sin ir más lejos, yo mismo, que soy consciente de hablar solo, aunque, por lo menos, me pagan por ello. De momento.