Hace unos cuantos años, entré un buen día en la FNAC y me topé con un tumulto juvenil formado por muchachas adolescentes que parecían muy excitadas ante la inminente aparición de su ídolo. Con esa curiosidad que nos distingue a los periodistas –y porque algo tenía que hacer mientras atravesaba la masa en dirección a la librería–, le pregunté a una chica a quién esperaban y me respondió que a Dulceida, una celebrity de la que yo no había oído hablar en mi vida (supongo que mi sexo y mi edad me dejaban fuera de su target).

Luego averigüé que la tal Dulceida se llamaba en realidad Aida Domènech Pascual, había nacido en Badalona en 1989, era influencer por la gracia de Dios y acumula actualmente unos tres millones de seguidores en Instagram. Por lo que pude ver, Dulceida se había hecho famosa a fuerza de recomendar a sus seguidoras trapitos, maquillajes, complementos de moda y todo tipo de rentables banalidades.

Naturalmente, siguiendo mis tendencias de carcamal, me lamenté amargamente de que los que influyen en la sociedad ya no son los pensadores, los filósofos, los artistas, los músicos, los cineastas o cualquier sujeto que utilice el cerebro para algo más que como contrapeso de las nalgas, sino unas chicas que les dicen a otras lo que tienen que ponerse para, como diría Dale Carnegie, ganar amigos (o followers) e influir en la sociedad (más algún que otro futbolista de los que piensan con los pies, que son la mayoría).

El fenómeno venía de fuera, claro está, de hermosos parásitos sociales como Paris Hilton o las hermanas Kardashian, chicas vistosas todas ellas a las que el hecho de no saber hacer la o con un canuto no ha impedido lucrarse a conciencia. Recientemente, en una escuela española, hubo una enorme cantidad de alumnos y (sobre todo) alumnas que, cuando se les preguntaba qué querían ser de mayores, contestaban que influencers. Señal de que el fenómeno ha calado entre nosotros y de que el arte de influir (cobrando) ya es considerado un oficio respetable.

Hoy, en nuestro país (y en el resto del mundo), das dos patadas y salen tres o cuatro influencers. Algunos se forran. Otros se mueren de asco. Igual que los youtubers o los tiktokers, con la pequeña diferencia de que estos, dentro de su banalidad, se lo curran un poquito más (y me aseguran, incluso, que hay algunos a los que merece la pena seguir porque piensan y dicen cosas interesantes: no lo he comprobado, pero me lo creo, aunque algo me dice que son los que menos monetizan el asunto).

Actualmente, en España, una influencer puede embolsarse 6.000 euros a cambio de colgar tres stories en su cuenta de Instagram. Nuestras influenciadoras cobran por promocionar un hotel, un perfume o unas bragas, y las que más pillan son, consecuentemente, las que disponen de una mayor base de fans. Si la influenciadora es de alcance global –aunque no sepa, insisto, hacer la o con un canuto–, sus ganancias crecen exponencialmente: pensemos en Kendall Jenner y sus 300 millones de seguidores, a los que no aporta ningún tipo de conocimiento o de mejora personal, pero convence para que se compren determinada colonia o se alojen en determinado resort.

En cualquier caso, los expendedores de fruslerías y banalidades se han convertido para un notable tanto por ciento de la población en una especie de guías espirituales. Por consiguiente, se han venido arriba y cada día les salen más caros a las empresas que recurren a sus servicios, con las que comparten el muy humano ánimo de lucro.

Pero el capitalismo es implacable y ya se han creado, gracias a la inteligencia artificial, las primeras influencers falsas (si es que consideramos que las de verdad son realmente de verdad). Salen mucho más baratas que las humanas y, además, pueden estar más buenas y, sobre todo, hacen siempre lo que se les dice (así se evita la posible figura de la influenciadora respondona). Con ellas te ahorras un dineral en viajes, comidas y regalitos. No hay quien las distinga de los seres humanos y ya las hay que reciben correspondencia de sus seguidores.

La más célebre es una tal Lil Miquela, que cuenta con 2.700.000 seguidores en las redes sociales. La más guapa es española, se llama Aitana López y siguen su cuenta de Instagram unas 220.000 personas a las que les da igual que no exista. Me extraña que aún no haya estallado una revolución de las influencers (más o menos) humanas, para protestar porque la IA amenaza con dejarlas sin trabajo. O sea, una versión fashion de aquellos obreros de principios del siglo XX que temían perder sus trabajos a manos de las máquinas. Cabe la posibilidad de que nadie chiste ante el temor de no ser tomado en serio, pues hay pocos oficios más banales, superfluos y parasitarios que el de influencer (y los más listos deben ser conscientes de ello).

En Estados Unidos, algunos de estos parásitos semianalfabetos ya han empezado a colaborar con la IA. Si vendes tus derechos de imagen a Meta (para que hagan contigo lo que quieran), puedes embolsarte cinco millones de dólares por un trabajo que te ocupa seis horas en dos años. Kendall Jenner ya se ha apuntado al chollo: entre ella misma y sus clones podrá sacarles mucho más dinero a sus 300 millones de seguidores. O sea, que, de momento, las influencers falsas no van a dejar en la ruina a las, digamos, reales: si no puedes vencerlas, únete a ellas, aunque no todas nuestras influenciadoras sirven para ser aceptadas en el club de los fakes: hay que ser alguien en el mundo de las celebrities de carne y hueso para que la IA te haga el favor de incluirte en su selecta asociación (ya se han dado casos de gente que prefiere interactuar con una mujer creada digitalmente que con una de carne y hueso: seguro que la primera, diseñada cuidadosamente, siempre te dice lo que quieres oír y no te deja al albur de que te caiga un moco porque ese día tiene la regla o se ha levantado con el pie izquierdo).

La IA está en mantillas, pero ya empieza a optar por el mínimo común denominador. Fabricar hologramas de Maria Callas, Elvis o Abba incluía un elemento cultural en la mistificación. Clonar a Kendall Jenner no es más que lucro y ahorro. Las influencers virtuales son una falsificación de algo que ya no tenía gran cosa de auténtico, aunque las fans de Dulceida que me encontré hace años en la FNAC la consideraran una especie de guía para internarse en el proceloso mundo de la feminidad. Es decir, que, si todas las influenciadoras reales son sustituidas por réplicas digitales, el mundo no perderá gran cosa. Ni el mundo en general ni ese mundo en particular que las necesita para saber qué vestido comprarse y con qué carmín pintarse los morros.

Puestos a eliminar a un colectivo supuestamente laboral, el de las influencers es de los que menos pena dan. Si no les importa, reservaré toda mi compasión para esos creadores de diversas disciplinas que se estrujan inútilmente el magín sin que nadie les haga el menor caso. Llámenme cultureta. O elitista. O rancio. O viejo imbécil. Pero les aseguro que Aitana me pone mucho más que Dulceida.