A estas alturas de la ordalía, calculo que debo ser el único columnista español que aún no se ha pronunciado sobre el caso Rubiales. Me disculpo por ello y aduzco en mi defensa que la cosa me pilló de vacaciones y que todo lo relacionado con el mundo del fútbol me la sopla: cuando vi al sujeto morreando a la jugadora Jennifer Hermoso (¿a quién se le ocurre besar a una lesbiana? Más le habría valido hacer lo propio con el ministro de Cultura y Deportes, Miquel Iceta, gesto que le habría valido al presidente de la federación española de fútbol la calificación de progresista y el aplauso del colectivo LGBTI) pensé que estaba ante una nueva muestra de grosería de alguien que se había venido arriba con el triunfo de nuestra selección femenina en un campeonato mundial y no le di más importancia, ya que (llámenme elitista) siempre me ha parecido que en el mundo del fútbol abundan los gañanes, tanto dentro como fuera del campo de juego. Más graves me parecieron los saltos de simio en celo del señor Rubiales en el palco de autoridades, donde no tuvo reparo en llevarse la mano a los huevos en señal de alegría, sin percatarse (o sí, pero le dio igual) de que estaba a un metro de la Reina de España y su hija menor, que también lo es de edad. El gesto en cuestión siempre me ha dado una grima tremenda, aunque reconozco que quedaba muy bien en el cartel de la película de Bigas Luna Huevos de oro para que todos entendiéramos que el protagonista, el personaje de Javier Bardem, era un patán.
La ventaja de que haya pasado tanto tiempo desde la noche de autos es que ya se puede proceder a lo que podríamos denominar (con perdón, pero a tal señor, tal honor) “Anatomía de una cagada”. Y es que el culebrón no se acaba nunca (destaquemos la breve huelga de hambre de la madre de Rubiales y las quejas de sus primas, muy dadas a rajar todas ellas) y cada día es más confuso. La opinión pública se dividió de inmediato entre los que pedían la cabeza de Rubiales por machista y los que acusaban a Jennifer Hermoso de oportunista (o manipulada) que iba alternando su versión de los hechos según le convenía (o le aconsejaban). Para unos, Rubiales era lo peor y merecía ser cesado ipso facto y quedarse sin el más de medio millón de euros que se embolsa anualmente (más un complemento de 3.000 euros mensuales para costearse una vivienda digna), algo a lo que el sujeto no parece dispuesto, recurriendo en su defensa a datos contradictorios, discutibles o directamente falsos (fue cosa de ella, que me alzó en vilo, yo solo pasaba por allí). Para otros, Rubiales es una víctima del feminismo woke y un campeón de la libertad de expresión. Es curioso lo rápidamente que toma partido por cualquier cosa el español medio, como si no hubiera asuntos más preocupantes: primero, las tetas de Eva Amaral; después, el descuartizamiento en Tailandia de un cirujano colombiano a manos del nieto de Curro Jiménez; finalmente, eliminando de un plumazo los temas anteriores, el caso Rubiales, que ha alcanzado incluso una repercusión internacional.
Personalmente, el señor Rubiales me parece un patán que cobra demasiado dinero y cuyo destino me trae absolutamente sin cuidado. Como ciudadano (que se considera) progresista, desearía tomar partido por Jennifer Hermoso, pero esta mujer no me lo pone fácil: al principio, no le da ninguna importancia al ósculo no solicitado del jefe; cuatro días después, cambia de opinión y declara sentirse, cual personaje de Dostoievski, humillada y ofendida; pese al apoyo del feminismo radical (Yolanda Díaz organiza una manifestación a su favor en la plaza Callao de Madrid y a nuestra Jenni from the block le salen fans de debajo de las piedras), la jugadora se resiste a llevar a su supuesto agresor a los tribunales (mientras salen vídeos de después de los hechos en los que se la ve tan contenta y tomándose a chufla el incidente). Conclusión: el duelo entre el Gañán y la Empoderada se eterniza sin que acabemos de aclararnos del todo acerca de lo que pasó (o no pasó). Eso sí, como excusa para activar al sector más troglodita de la derecha española y al más tonto del feminismo radical, la cosa funciona a las mil maravillas.
Funciona tan bien que uno, que es de natural mal pensado, empieza a sospechar que ahí hay más temas de los que se nos muestran. Según me cuentan fuentes bien informadas, la relación de las jugadoras españolas con el gañán de Rubiales son malas desde hace tiempo. Concretamente, desde que las futbolistas reclamaron aumento de sueldo y dejar de ser tratadas como deportistas de segunda y se toparon con la respuesta despectiva y perdonavidas del señor Rubiales. Ya hay quien afirma que estamos ante una (¿lógica?) venganza de las futbolistas ante la manera de ir por el mundo de Rubiales, venganza consistente en agarrarse al caso Hermoso para intentar llevarse por delante a un sujeto que no las trata como se merecen. No sé a ustedes, pero a mí se me antoja una explicación asaz verosímil y que haría más comprensible la actitud dubitativa de la señorita Hermoso, que parece teledirigida por alguien con las ideas muy claras y cuya identidad desconocemos.
Soy incapaz de entrar al trapo en este peasso de polémica (ni me gusta el fútbol ni me sorprenden las groserías en ese mundo), pero, como diría el comisario Maigret, aquí hay algo que chirría. El gañán de esta fábula es, indudablemente, un gañán. Pero la empoderada no sé hasta qué punto lo está o si solo es un peón de una operación más amplia para quitar de en medio a un sujeto impresentable capaz de tocarse los huevos y saltar como un bonobo en celo permanente a un metro de la principal autoridad (consorte) de la nación. Evidentemente, no lloraré si cesan a Rubiales o si lo destierran a La Gomera, pero la versión feminista del asunto (que la tiene y es la que debería importar) da la impresión de ocultar legítimos intereses gremiales y sociales que van más allá de la supuesta víctima. Tampoco sé si el fin justifica los medios, aunque puede que en este caso así sea.