Se supone que cuando se aspira a organizar un evento internacional, lo menos que se les puede pedir a los aspirantes es que muestren cierto entusiasmo al respecto, adopten una actitud modelo todos a una y promuevan el entusiasmo popular de su comunidad en torno a la propuesta. Es decir, todo lo contrario de lo que estamos haciendo en Cataluña con los Juegos Olímpicos de Invierno previstos para el año 2030.

Aquí, últimamente, todo lo que implique un esfuerzo común para brillar en la escena nacional o internacional es acogido con reticencia o, directamente, hostilidad, brillando especialmente en esa actitud el Ayuntamiento de Barcelona. Lo de los Juegos de Invierno es el último capítulo del culebrón No a todo. Habrá más, pero, de momento, ya nos apañamos con este. Ignoro si los dimes y diretes locales llegan a oídos de quienes deciden la propuesta ganadora para lo de 2030, pero en caso afirmativo, deben estar pensando que más vale librarse de nosotros cuanto antes y optar por alguien al que le haga ilusión organizar la célebre olimpiada invernal.

El otro día, en Puigcerdà, una pandilla de devotos del No a todo se manifestó con la ayuda de la ANC, que a la hora de alquilar autobuses y desplazar a sus leales a donde haga falta no tiene nada que envidiar a los que llenaban la plaza de Oriente para aplaudir al Caudillo. Nutrida presencia de los comunes y de la CUP, claramente dispuestos a salvar de sí mismos a los habitantes del Pirineo, a los que consideran muy capaces de dejarse engañar por los cantos de sirena de la propuesta olímpica.

Ideas fuerza, las de siempre: la sostenibilidad, el falaz capitalismo oportunista e insolidario, el proverbial pan para hoy y hambre para mañana. Más un concepto fundamental que se intenta, inútilmente, que pase desapercibido: los Juegos de Invierno son una iniciativa española y, por consiguiente, hay que sabotearla. En una Cataluña independiente, tal vez se consideraría la posibilidad de organizar una olimpiada de invierno. Puede, incluso, que todas las pegas que se le encuentran a la actual propuesta se volvieran ventajas por arte de magia. Pero ir por la vida de español, ni hablar.

A este punto de partida ha contribuido enormemente el gobiernillo del Petitó de Pineda, empeñado en convertir en una propuesta regional lo que solo puede ser una iniciativa nacional (a efectos prácticos, las naciones sin Estado son simplemente eso, regiones). A tal efecto, se ha procedido a un basureo constante a los baturros, convertidos en segundones de una olimpiada que será catalana o no será (yo diría que no será).

Si a esa actitud sumamos a los defensores habituales del territorio, los amigos de la sostenibilidad (sea eso lo que sea), los devotos del No a todo, los que temen contagiarse de españolidad y la ANC (que puede alcanzar la gloria si la preside Jordi Pesarrodona: no hay como un payaso para ponerse al frente de una asociación fundamentalmente ridícula), llegaremos a la conclusión de que ya podemos meternos los juegos del 2030 por donde nos quepan. Una cosa es salir en los papeles por cosas necesarias, como conspirar chapuceramente con los rusos, y otra, conseguirlo con frivolidades españolistas como una insostenible olimpiada de invierno. Y así, hazaña tras hazaña hasta la irrelevancia total.