Joan Porras (Manresa, 1995), más conocido como Joan Bonanit, es un muchacho muy espabilado que ha entendido a la perfección el paisito en el que vive y que dice amar con locura (la insania, por cierto, está muy bien valorada en la Cataluña catalana). Si se toma las cosas en serio, el chaval puede llegar a ser alguien en la política local y acabar de alcalde, de conseller o, incluso, de presidente de la Generalitat: el país en que cualquiera de sus habitantes puede llegar a presidente no es, como se cree falsamente, Estados Unidos, sino nuestra querida comunidad autónoma, donde la presencia de Quim Torra demuestra que, efectivamente, cualquiera puede llegar a presidente mostrando como única virtud la adhesión inquebrantable al régimen.

Nadie sabe muy bien qué hacía Joan Porras antes de convertirse en Joan Bonanit y plantarse cada noche ante la prisión de Lledoners, pero da igual, lo importante es que es un patriota de piedra picada y, sobre todo, un activista, término que aquí quiere decir cualquier cosa: tampoco sabíamos a qué se dedicaba Roger Español antes de perder un ojo de un pelotazo mientras arrojaba vallas metálicas a la policía, ¡y estuvo a punto de convertirse en senador del Reino de España!; de Jami Matamala sabíamos que era un empresario cebolludo que vivía muy bien gracias a los chanchullos que le proporcionaba Puchi cuando era alcalde de Girona (y ese sí que llegó a senador, como el caballo de Calígula); de Valtonyc sabíamos que era un mallorquinarro que rapeaba chorradas antisistema antes de convertirse en la mascota de la Casa de la República; de Miquel Buch sabíamos que en su discoteca de Mataró no entraba la chusma… Pero de Joan Bonanit solo sabemos que un buen día tuvo la peregrina idea de ir a dar las buenas noches a los políticos presos (a los demás, que los zurzan) y que parece querer rentabilizarla como Mondrian a sus cuadriláteros de colorines.

De momento, ya ha escrito un libro, Historia d´un crit, que promete ser tan divertido y trepidante como El quadern suís de Torra. No ha escogido el mejor momento para publicarlo, pero no duden que el 23 de julio, fecha prevista para la celebración de Sant Jordi, estará en la Rambla firmando ejemplares y que se venderá muy bien, pues todo lo relacionado con el prusés se ha convertido en un género (seudo) literario cuyos productos figuran siempre entre lo más leído por los catalanes de bien. El opúsculo, además, se presenta bendecido por un prólogo de Carles Puigdemont y un epílogo de Blanca Bragulat y Meritxell Lluís, que serían muy conocidas en su casa a la hora de comer de no ser las parejas sentimentales de Jordi Turull y Josep Rull respectivamente. Con eso ya se puede llegar muy lejos en la política catalana. Y en cuanto nos levanten el confinamiento, le recomiendo al amigo Bonanit que visite Waterloo hasta que le caiga algo: el cargo de bufón de la corte ya está ocupado por Valtonyc, pero siempre puede fregar la Casa de la República o lavar los platos cuando Matamala se amotine y se niegue a cumplir con sus obligaciones domésticas.

Otros se conforman con mucho menos --pensemos en la pobre Pilar Carracelas, que ya no sabe qué hacer para pillar un cargo de tertuliana fija en TV3--, pero el amigo Bonanit tiene todo el derecho a aspirar a la gloria. No hace falta que estudie nada porque el conocimiento no solo es inútil para medrar en la política nacionalista, sino contraproducente: con la adhesión al régimen va que chuta. Le toca ahora escalar en la jerarquía post convergente --de ahí la necesidad de visitar con frecuencia a su prologuista-- e idear nuevas iniciativas patrióticas que toquen la fibra sensible del contingente lazi. Si juega bien sus cartas, puede llegar a ser el presidente más joven de la Generalitat de Cataluña, pues cosas más raras se han visto en ese cargo: Quim Torra, sin ir más lejos.