La actividad diplomática es exclusiva de los Estados, cosa que irrita profundamente a los separatistas y que los lleva a hacer el ridículo con frecuencia. Concretamente, cada vez que intentan presentarse como lo que no son --iniciativa en la que fue pionero el presidiario Romeva, que iba por el parlamento europeo con una tarjeta ful de Minister of Foreign Affairs of Catalonia, encajando esquinazos y desplantes de diputados renuentes a perder el tiempo--, que es lo que acaba de hacer el inefable Bosch en su absurda visita a Estados Unidos, donde no le ha recibido ni un ujier del Capitolio por mucho que se haya plantado orgulloso ante tan noble edificio para responder a las preguntas de la prensa internacional, representada exclusivamente por TV3 y Catalunya Radio (habría salido más barato que Mònica Terribas le hubiese hecho uno de sus excelentes masajes en un estudio de Barcelona, pero entonces nos habríamos quedado sin la foto de ese gran estadista en Washington).

La diplomacia procesista tiene dos vertientes: la que trata de moverse en una aparente (y falsa) normalidad, que Bosch practica con suma profesionalidad, y la que parte del delirio inspirado por el pastelero majareta de Waterloo, que tiene en Víctor Terradellas su principal paladín. Este buen señor es un hiperventilado de manual que alcanzó cierta fama cuando era diputado de Convergencia gracias a sus comentarios intempestivos y desagradables y a sus salidas de pata de banco. Cuando el golpe de octubre del 17, a esta lumbrera no se le ocurrió nada mejor que contactar con Rusia y hacerle una oferta que no podía rechazar: el reconocimiento catalán de la Crimea rusa a cambio del reconocimiento ruso de la Cataluña catalana. Evidentemente, el apoyo procesista a la anexión de Crimea no podía importarle menos a Vladimir Putin quien, probablemente, hasta tendría problemas para encontrar Cataluña en un mapa si se lo pidieran. Y, además, las maniobras de Terradellas eran superfluas, pues todo el mundo sabe que los rusos disponen de un fondo de reptiles independentistas destinado a apoyar a cualquiera que pueda causar problemas a cualquier país europeo, ya que consideran que todo lo que contribuya a joder la marrana en Europa es susceptible de redundar en su beneficio.

En Moscú se celebran cónclaves de separatistas internacionales donde los catalanes coinciden con los tejanos, los escoceses, los galeses y hasta los de Sudán del Sur. Sus respectivas causas, claro está, le importan una mierda a Rusia, pero no les importa soltarles unos rublos para que vuelvan a casa a seguir incordiando. Todo ello sin dejar de jorobar a Ucrania y de apalear chechenos en el frente doméstico. Pero Terradellas aspiraba a más, aspiraba a la solidaridad del pueblo ruso con lo que él considera el pueblo catalán, un anhelo para el que hace falta ser muy tonto, francamente. Casi tanto como aquel cerebro privilegiado --cuyo nombre he olvidado-- que nos quería convertir en un protectorado chino a cambio de poner el puerto de Barcelona al servicio de una dictadura comunista (o, en un nivel más grotesco aún, como el Astut cuando propuso que, en las olimpiadas, los atletas catalanes desfilasen bajo la bandera de Andorra).

No sé qué será de Víctor Terradellas, pero merece que se le juzgue por alta traición. Con el agravante de estupidez aguda. De Bosch no nos libraremos nunca porque aparenta no estar loco y porque si cree que ponerse en evidencia en la escena internacional contribuye al bienestar de Cataluña, ¿quiénes somos nosotros para llevarle la contraria? Se agradecería, eso sí, que dejara de tirar nuestro dinero por el retrete con sus viajecitos y que pronunciara sus jeremiadas ante diapositivas de las capitales internacionales que diría que visitaba. Ha vuelto de Washington diciendo que ha detectado un gran interés norteamericano en el prusés. Miente, claro, pero, ¿qué queremos que diga para justificar el sueldo? La diplomacia indepe será de chichinabo o no será.