Todo parece indicar que el bendito prusés se encamina hacia un final tirando a caótico. A ERC y Junts, principales responsables del sindiós de hace siete años, da pena verlos. Los primeros han resuelto el lío de los carteles del Alzheimer como buenamente han podido, cargándole el muerto al responsable de comunicación del partido, Tolo Moya, quien se ha vengado divulgando una conversación que no deja en muy buen lugar a los dirigentes de ERC y señalando directamente a Marta Rovira en las ofensas al Tete Maragall por persona interpuesta (su propio hermano).

En caso de repetirse elecciones, lo más probable es que saquen unos resultados aún más penosos que en las anteriores, y ahí hay mucho dinerito en juego, como han tenido el cuajo de admitir los mandamases con respecto a todos esos subordinados que pueden quedarse sin cargo y sin monises en caso de desastre electoral. Hasta han reconocido que donde más interés hay en volver a las urnas es en Lleida, más que nada porque ahí no abundan los paniaguados bien situados y, ya puestos, les da todo un poco lo mismo.

Como se supone que es un partido asambleario, Marta Rovira tendrá que emplearse a fondo para convencer a los más díscolos de que hay que acogerse a la sombra de Pedro Sánchez y hacer presidente de la Generalitat a Salvador Illa: no es una perspectiva ideal, pero hay que tener presente que en la oposición se pasa frío y hambre.

Para engatusar a los recalcitrantes, la señora Rovira dice un día que cada vez ve más cerca el acuerdo con los sociatas y, al siguiente, asegura que las cosas se han enfriado. A ver con qué nos sale pasado mañana, aunque nos da lo mismo: ERC hará presidente a Illa por pura supervivencia y hasta se olvidará del concierto económico a la vasca, conformándose con esa presunta condonación de deuda al Estado que Sánchez les concederá para que se callen (y porque el dinero público, como todo el mundo sabe, no es de nadie) y presentándola como un gran logro de esa Cataluña catalana a la que representan.

En Junts, las cosas no están mucho mejor. A falta de algo más original que decir, Puigdemont la ha vuelto a tomar con esos jueces que le racanean la amnistía, violando la Constitución española (que él se ha pasado por el arco de triunfo siempre que le ha parecido conveniente), y acusando a los medios de comunicación de fomentar el enfrentamiento entre su partido y ERC (como si para eso necesitaran ayuda ambas formaciones, que se llevan a matar desde hace tiempo).

Por lo menos, pese a su oblicua relación con la realidad, ha reconocido que no tiene ninguna posibilidad de alcanzar de nuevo la presidencia de la Generalitat, lo cual constituye un paso muy pequeño para la humanidad, pero muy grande para él. Y, a todo esto, su principal secuaz y único representante de Junts en el Parlamento Europeo, Toni Comín (por mal nombre, el Chaquetas; no confundir con Sala i Martín, o sí), se ha quedado temporalmente sin escaño porque Roberta Metsola está esperando instrucciones judiciales para ver si se lo devuelve o no.

Su imagen en la tribuna de la prensa, observando a los diputados de verdad cual niño zampabollos ante el escaparate de una pastelería, daría hasta pena, de no ser porque cualquier desgracia que le pase a este arribista debe ser acogida con entusiasmo por todos los españoles de bien. Para completar el vodevil, la incombustible Laura Borràs anda por ahí enredando para que se elimine el artículo del parlamentillo que prevé el cese de diputados sospechosos de mangancia y asuntos turbios, como es su caso…

Y, mientras tanto, en el mundo real, los chavales se cubren con banderas españolas para celebrar la victoria de la selección nacional de fútbol (nacionalismo banal, lo llaman algunos columnistas de los digitales del régimen, supongo que para distinguirlo del catalán, que es de mucha mayor trascendencia, como es del dominio público), Lluís Llach y Xavier Antich predican en el desierto y nadie se toma en serio a Fredi Bentanachs.

El nacionalismo no desaparecerá nunca, pero el prusés se está pudriendo ante nuestros ojos en este caos tragicómico que vemos evolucionar día a día hacia el desastre final.