Las llamadas cloacas del Estado gozan de una mala fama que, en mi modesta opinión, está completamente injustificada. A fin de cuentas, no dejan de ser la versión político-metafórica de nuestros necesarios sistemas de alcantarillado. Después de hacer sus necesidades, a nadie le gusta convivir durante horas (¡o días!) con un zurullo que se resiste a desaparecer de nuestra vista y emprender su lógico camino hacia un inframundo de suciedad e inmundicia. De la misma manera, las cloacas del Estado se encargan de controlar lo más parecido a la sustancia fecal que se da en casi todos los países del mundo, ese colectivo que suele ser definido como los enemigos del Estado, a los que hay que vigilar de todas las maneras posibles, incluidas las que bordean la ilegalidad, en aras del bien común.

Hay que gestionarlas con suma fineza, desde luego, sin recurrir a trolas dañinas ni a argumentos sin base alguna, pero necesarias, lo que se dice necesarias, yo diría que lo son, por más que sus actividades deban llevarse a cabo con suma discreción y evitando el terrorismo de Estado y, sobre todo, sus chapuzas (no sé si era peor el GAL o haber puesto al frente a un bocachancla adicto al bingo como el subcomisario Amedo).

En estos momentos, lo más parecido que tenemos al zurullo que se resiste a irse retrete abajo son los separatistas catalanes, especialmente crecidos desde que son fundamentales para que Pedro Sánchez conserve su sillón: no hay más que ver sus constantes y cada vez más desquiciadas exigencias en lo referente a la ley de amnistía, la única en el mundo, según el atinado comentario de Alfonso Guerra, en la que la redacción de la ley parece correr a cargo de los delincuentes que se van a beneficiar de ella (si la justicia española y la europea no lo impiden).

En paralelo a la insistencia de una amnistía a la carta, asistimos al rasgado de vestiduras por parte de políticos lazis que fueron espiados por el Gobierno español, lo cual les parece indignante porque ellos, a fin de cuentas, solo eran unos buenos chicos, cargados de amor al terruño, que aspiraban democráticamente a llevarse un país por delante. Se quejan -como hace con especial brío Pere Aragonès- de que se les espiaba por sus ideas, como si estas fuesen inofensivas para el conjunto de España. ¡Pues claro que se les espiaba! ¿De qué se sorprenden? El actual presidente de la Generalitat se indigna como aquellas chicas de la CUP a las que se les colaba un madero en el cau y aprovechaba para beneficiárselas mientras rendía un servicio a la patria. Si representas un peligro para la nación -aunque sea tan ridículo como el de la CUP o, incluso, el de ERC-, las cloacas del Estado se fijarán en ti y no te quitarán la vista de encima.

¿De qué te quejas cuando deberías dar gracias al Señor porque tu partidillo no esté prohibido, como sucede en otros países de nuestro entorno? Si tú insistes en llamarle democracia a lo que otros consideramos un intento de destruir un país que, mal que bien, lleva siglos funcionando (aunque no siempre de una manera razonable), allá tú y puedes hacerte la víctima cuanto gustes, que solo te darán la razón los de tu cuerda. Esa actitud a lo capitán Renault de Casablanca (¡qué escándalo, aquí se juega!) resulta de una ingenuidad tan falsa como ridícula, por mucho que se apunte a ella el presidente del Gobierno, que ahora nos sale con que no se enteró de lo que hacían sus cloacas y le echa la culpa de todos sus posibles desmanes al PP.

Dice Aragonès que, si Sánchez no se enteró de nada, mal, y que, si se enteró, peor. Yo creo, basándome en el caudal de mentiras que Sánchez lleva meses empalmando, que estaba al corriente de todo, pero, a diferencia del Petitó de Pineda, no solo no me parece mal, sino que creo que era su obligación. Si ahora necesita disimular para contentar a sus nuevos amiguitos, es problema suyo (y nuestro, claro, como todo lo que afecta al servilismo interesado de Sánchez a la hora de conservar su puesto de trabajo y el de su coro de sicofantes y perros ladradores).

Convertirse en el zurullo recalcitrante de un Estado conduce inevitablemente a que las cloacas de este se interesen por ti. Acabaríamos antes ilegalizándote, pero España es el país más tonto de Europa y aquí toleramos, legalizamos y subvencionamos a quienes aspiran a destruirnos. Lo menos que se le puede pedir a un enemigo del Estado es cierta discreción y mantener un perfil bajo. En vez de eso, se adoptan alharacas de doncella mancillada, se olvida el chollo que se disfruta y se plantean exigencias que deberían estar reservadas a los ciudadanos decentes que no representan ninguna amenaza para la buena marcha de la nación.

¿Así que os espían, eh, lazis? Pues claro que sí. Afortunadamente. A mí me parece un mal menor cuando lo que habría que hacer con vosotros es ilegalizaros.