En la película de Terry Gilliam The Fisher king (El rey pescador, 1991), el gran Jeff Bridges daba vida a Jack Lucas, un bocazas con un programa de radio que servía de consultorio para oyentes con ganas de escuchar consejos radicales para mejorar sus vidas.
Una mala noche, Jack recibe la llamada de un tipo que parece estar ligeramente desequilibrado y que se queja de que lo han tratado mal en un bar pijo, donde tanto la clientela como las camareras lo han mirado por encima del hombro, haciéndolo sentir muy poca cosa y muy mal. “Vuelve a ese bar y dispara contra todo lo que se mueva”, le sugiere Jack para hacer una gracia. Lamentablemente, el oyente sigue su consejo, vuelve al bar en que creyó ser humillado, mata a siete personas y luego se suicida.
Tras un fundido a negro, vemos a Jack tremendamente desmejorado, alcoholizado y llevando una vida de homeless tras dimitir de su trabajo porque era incapaz de seguir llevándolo a cabo tras provocar una matanza.
El 31 de mayo de 2018, el rapero mallorquín Valtònyc actuaba en Marinaleda, Sevilla, y tuvo la brillante idea de dirigirse al público de esta guisa: “Matad a un puto guardia civil esta noche. Iros a otro pueblo donde haya guardias civiles y matad a uno”. Afortunadamente, nadie le hizo el menor caso y no se produjo ningún crimen, ya que el grueso de la audiencia debía estar relativamente en sus cabales (aunque no del todo, como demuestra su asistencia al concierto, o lo que fuese, del que aún no se había convertido en el bufón de la corte de los milagros de Waterloo).
Hoy lo juzgan por incitar al odio y le piden cuatro años de cárcel y 3.600 euros de multa, pero al chaval se le ve tranquilo, pues debe confiar en que la amnistía anunciada por Pedro Sánchez para hacerse con los siete votos de su líder espiritual le librará de seguir el camino de su compadre Pablo Hasél, quien ya lleva un tiempo a la sombra y logrando la difícil hazaña de ir acumulando condenas sin salir del trullo.
Para acabarlo de tranquilizar, su abogado, Gonzalo Boye (pendiente también de juicio por colaborar con el narcotraficante gallego Sito Miñanco: a tal señor, tal honor), le asegura que la cosa no prosperará porque, según él, los delitos de odio solo rigen para determinados colectivos minoritarios y la Guardia Civil no es uno de ellos (como si el 80% de los españoles fuesen por ahí con tricornio y vestidos de verde). No me extrañaría que el abogado de la cúpula del lazismo nos saliera un día de estos con que lo de su juicio es un delito de odio, pues implica a una minoría social tan evidente como la que componen los traficantes de drogas.
Me pregunto qué hubiera pasado si alguno de los fans de Valtònyc en Marinaleda se llega a tomar en serio el consejo del rapero y se lleva por delante a un guardia civil. Y también me pregunto que si lo de los picoletos no es odio a un colectivo minoritario, qué es. La teoría de Boye no se sostiene, pues, si le he entendido bien, el odio a los judíos no puede considerarse un delito porque hay judíos a cascoporro (supongo que el holocausto nazi fue un acto censurable, pero no un delito de odio, ya que abundaban los judíos en la Alemania de la época y no se les podía considerar una minoría social desfavorecida).
No sé si Valtònyc habrá visto El rey pescador, o si la habrá entendido en caso afirmativo, cosa que dudo dada su condición de idiota moral incapaz de distinguir entre una provocación de dudoso gusto y una llamada al asesinato de desconocidos a los que detesta porque tiene que detestarlos, pues por eso se considera una voz en contra del sistema (aunque solo sea un chaval de escasas luces que le echa una mano a su madre en su puesto de verduras mientras sueña con una revolución que tampoco entiende muy bien).
Lo único que ha visto claro el muchacho en toda su vida es que no quería ir a la cárcel por injurias a la Corona y apología del terrorismo. Por eso, pese a (creer) que militaba en la extrema izquierda, buscó refugio en Flandes con una pandilla de burgueses catalanes, fugitivos de la justicia con coartada política, se hizo independentista de un día para otro y empezó a echar pestes de España, donde se presentaba en cualquier escenario que le ofreciesen, como el de Marinaleda, hasta que empezó a pasarse de listo y de relevante y empezaron a pintar bastos.
Como su compadre Pablo, Valtònyc ejemplifica a su manera la triste decadencia de la izquierda española, que durante el franquismo disponía de personas decentes como Raimon o Paco Ibáñez (dejando aparte la opinión que te merezcan sus canciones) y ahora tiene que apañarse con majaderos pretenciosos como estos dos sujetos. Hasél es un tarugo violento de buena familia, capaz de reivindicar el comunismo soviético y hasta la figura de Stalin, y Valtònyc es un bocazas a lo Jack Lucas que se ha venido arriba desde que le ríen las gracias en la Casa de la República, donde se ha dejado convencer de que es un héroe de la independencia de los Países Catalanes.
Si se le aplica la eximente de estupidez manifiesta, hoy puede salirse de rositas del juicio, pero dudo que su abogado tenga tanta suerte cuando le toque dar explicaciones sobre su entrañable relación con Sito Miñanco: todavía hay diferencias entre un tontolaba y un delincuente profesional oculto bajo una toga de leguleyo.