Echarse a llorar siempre me ha parecido un desahogo muy comprensible y respetable para el ciudadano, o más frecuentemente ciudadana, común, pero me resulta insufrible cuando quien recurre al lagrimón es un político. El llanto solo es, a fin de cuentas, una expresión de impotencia, de que no se te ocurre nada mejor para hacer frente a una situación que te supera. Por eso, si te dedicas a la política, debes aparentar que no hay ninguna situación que te supere y que eres capaz de reaccionar ante cualquier contrariedad con entereza. Y si no, haber elegido otro oficio o, como decía la copla, si no sabes torear, ¿para qué te metes?
Este exordio viene a cuento de la dimisión total y absoluta que ha presentado Elsa Artadi, hasta hace dos días candidata a la alcaldía de Barcelona por Junts x Cat. La pobre no puede más (son muchos años viviendo del erario público), parece que ha entrado en crisis existencial y tira la toalla (que no se sabe si es de Ralph Lauren o de Loewe). Hasta ahí, todo bien. Pero, de repente, para dotar de un mayor componente humano a su renuncia, se nos echa a llorar como si fuese Ada Colau en pleno abucheo popular. Y ahí es donde algunos nos rebotamos, aunque ya sabemos por experiencia que el lazismo es dado al gimoteo: recordemos los sollozos de Marta Rovira cuando Puchi dudaba entre declarar la independencia o convocar elecciones; o al beato Junqueras echándose a llorar en directo porque la independencia no llegaba ni a tiros y él estaba ya hasta el copete de esperarla.
El gimoteo indepe, eso sí, es selectivo y solo se manifiesta con las cosas que le afectan. Lo que pueda hacer llorar a quienes no piensan como ellos es algo que a los procesistas se la sopla. Si nos echáramos a llorar en masa todos los catalanes a los que la señora Artadi y sus compinches nos han amargado la vida durante los últimos años, este paisito nuestro se convertiría en las cataratas del Niágara. Pero ya se sabe que hay llorones de primera y llorones de segunda. Y Elsa forma parte del primer grupo.
Desde la trinchera opuesta (e incluso desde la propia) es difícil sentir compasión por la señora Artadi. Pese a su brillante historial universitario (recordemos que pasó por Harvard), no consta ningún logro especial en su trayectoria, más allá de haberse inventado la Grossa (aunque no sé qué tiene que ver la independencia con la lotería). Pese a sonar para diferentes cometidos de campanillas, siempre se las apañó para esquivar cualquier posibilidad de acabar teniendo problemas con la justicia. Y ahora no se ve capaz ni de competir por la alcaldía de Barcelona, aunque ese cargo carece de peligros si te portas moderadamente bien.
Ella dice que se ha tirado un montón de años sirviendo a su país, pero cuesta un poco discernir en qué ha consistido ese servicio, más allá de elevadas dosis de palabrería y de la inclusión del pijerío en la supuesta lucha por la libertad del terruño.
Puedo entender que la señora Artadi se haya cansado (o aburrido) de la política, pero le hubiese agradecido que nos ahorrara las lagrimitas, impropias en cualquiera que se ha tirado años viviendo espléndidamente del dinero público. ¿Te has cansado del sueldazo y de escaquearte cada vez que tocaba dar la cara? Me parece muy bien. ¿Esperas compasión por parte de propios y ajenos? Yo de ti no lo haría. ¿Consideras que mereces agradecimiento por los servicios prestados? En cuanto se me ocurra algún servicio prestado, más allá de la Grossa, te digo algo.
Adiós y gracias por nada, Elsa. Has quedado fatal con la mitad de los catalanes y tampoco te has matado por la otra mitad. Y, en cualquier caso, tranquila, que el régimen cuida de los suyos y ya verás cómo te recoloca en algún cargo bien remunerado. De momento, que se apañen en tu partido entre la preinhabilitada Laura Borràs y el postapocalíptico Jordi Turull, que bastantes problemas tendrán para intentar reflotar ese barco medio hundido que es el club de fans de Puchi. Y como cantaba Jeanette al frente del grupo Picnic, cállate, no llores más...