En teoría, el indulto es una medida de gracia que potencia la supuesta bondad o compasión del Gobierno de turno, que se envuelve así en un halo de santidad y aparenta contribuir a la armoniosa convivencia entre ciudadanos. En la práctica, se trata de una inversión de cara al futuro político, y para beneficiarse de dicha inversión hace falta disponer de algo con lo que negociar. Se pudo comprobar recientemente con los protagonistas del ridículo motín independentista de octubre de 2017. Aparentemente, Pedro Sánchez quería contribuir a la concordia con el sector social representado por los amotinados, pero en realidad se trataba de una maniobra para dejar a éstos un poco más desprovistos de motivos y acabar presentándolos ante la sociedad como una pandilla de resentidos e ingratos que, en vez de dar las gracias, se dedicaban a despotricar de sus benefactores.
Poco más pudieron hacer mientras iban cayendo en la irrelevancia en la que ahora habitan. Poco se sabe de Rull, Turull y Tururull, más allá de algún rebuzno esporádico e inútil. Lo mismo puede decirse de Forn o de Forcadell. Hasta el iluminado en jefe, Jordi Cuixart, ha acabado derrotándose y dimitiendo de Òmnium. Todos los héroes de la república han acabado convertidos en sus propios fantasmas y dependiendo de alguna entrevista en los digitales del régimen para hacerse la ilusión de que aún siguen en el mundo de los vivos y de que sus opiniones son relevantes.
El lazismo busca nuevos líderes, sin acabar de encontrarlos hasta la fecha, y ellos van siendo pasto del olvido, cuando no del desinterés o, directamente, del desprecio de sus antiguos hooligans, que hasta les reprochan haber aceptado el indulto. Su principal utilidad ha sido proporcionar al gobierno de Sánchez una pátina de tolerancia y buen rollo que ahora permite a este ir dando largas a la supuesta mesa de negociación con el lazismo, que la administración nacional considera una tabarra tal vez inevitable, pero que se presta indudablemente a la demora.
Todo este exordio viene a cuento de la solicitud de indulto efectuada por los célebres estafadores Millet y Montull y que ha sido rechazada por el Gobierno español. Y es que, a diferencia de los sublevados de octubre, los expoliadores del Palau de la Música no tienen nada que ofrecer, nada con lo que negociar, ningún beneficio para el Gobierno en su complicada relación de los últimos años con la Cataluña catalana. Millet y Montull le caen mal a todo el mundo. Constitucionalistas e indepes los detestan por igual, pues los consideran, con razón, dos mangantes de nivel cinco que se pueden pudrir en el talego sin que eso le quite el sueño a nadie. Robaron sin tasa y cuando los pillaron, retrasaron todo lo posible el momento de entrar en prisión, intentaron dar pena con lo de que estaban muy mayores para cumplir su condena y callaron como muertos sobre el destino de gran parte del dinero distraído (por no hablar de que tampoco se esmeraron mucho en señalar con el dedo a los convergentes implicados en sus tejemanejes, como si la omertá fuese a servirles de algo).
Parece mentira que, a su edad provecta, Millet y Montull sigan creyendo que el indulto es una medida de gracia y no algo que redunda en beneficio de quien lo concede. ¿Nada que ofrecer? ¡Nada que negociar!