Cada vez que el rey se deja caer por Barcelona, el lazismo reacciona de la misma manera, aunque repartiéndose las tareas entre el gobiernillo (con la colaboración del ayuntamiento), por un lado, y las cofradías indepes, por otro. La performance republicana y antimonárquica es siempre la misma, aunque se va descafeinando con el paso del tiempo, sobre todo entre los lazis no diré más lúcidos, pero sí menos dados a vivir en una realidad paralela según la cual Cataluña ya es un Estado independiente en forma de república al que solo le falta implementar la secesión para integrarse como miembro de pleno derecho en el concierto de las naciones (que es como si yo digo que tengo un Jaguar, pero que solo me falta comprarlo).
Hace unos pocos días, Felipe VI vino a Barcelona para entregar los despachos a los nuevos jueces y reunirse con los prebostes de Foment del Treball. Como de costumbre, los políticos lazis (y Ada Colau, a la que le encanta sobreactuar de republicana), montaron el numerito habitual, que consiste en no recibir al rey como les correspondería, pero apuntarse luego a la cena de turno, como para demostrar que la mala educación y las ganas de comer son perfectamente compatibles. O, más bien, que a su majestad se le puede hacer un feo, pero no dos. Por eso nuestros gobernantes evitan las fotos con el borbón, pero cuando no hay cámaras cerca intercambian con él unas palabritas. Su relación con la monarquía es como la de Bill Clinton con la marihuana: sí, de joven se había fumado más de un canuto, ¡pero nunca se había tragado el humo! Yo diría que ya son todos mayorcitos para incurrir en estas chiquilladas, pero también es verdad que se deben a su público, o a lo que queda de él y que yo diría que cada día es más escaso.
Si nos pusiéramos serios, aquí solo habría dos alternativas posibles: o no se hace acto de presencia en los actos barceloneses del monarca, ni se habla con él cuando no hay fotógrafos cerca, ni se apunta uno a zampar con Felipe VI y los plutócratas de Fomento, esos botiflers que siempre tienen la nariz orientada hacia Madrid para oler qué se guisa, o tragas con todos los paripés habidos y por haber, reconoces de una vez que la república catalana ni está ni se la espera y cumples con las obligaciones que te tocan como representante del Estado, por mucho que te creas que presidir la Generalitat o dirigir el Ayuntamiento de Barcelona son actividades que tienen lugar en un país que no es España. Esta actitud modelo “la puntita nada más” empieza a resultar, además de cansina, francamente ridícula (y si no, que se lo digan a Elsa Artadi, quien, tras mucho despotricar, acabó en la cena de Fomento sentada entre uno de Ciutadans y uno de Vox).
Curiosamente, Carles Riera, mandamás de la CUP, parece pensar igual que yo y ya se ha quejado de la actitud genuflexa de los partidos independentistas ante el Rey y esos traidores de Fomento. De nada le sirvió a Aragonès colar en su discurso la inevitable referencia a ese nuevo referéndum que debe celebrarse lo antes posible (él es el primero en no creérselo y al Rey ya le entra el temita por una oreja y le sale por la otra). Riera exige firmeza al Ejecutivo local, mientras éste juega a la puta i la ramoneta, al amagar y no dar y al nadar y guardar la ropa, actividades que Jordi Pujol desarrolló magistralmente durante todos los años que se tiró al frente del terruño.
Riera clama por el fin de las componendas, y yo también, aunque por motivos distintos. Riera cree vivir en la república catalana y yo tengo muy claro que vivo en una comunidad autónoma española y que, por consiguiente, sus gerifaltes deberían aceptar la realidad tal cual es, cumplir con sus obligaciones institucionales y dejar de hacer el ridículo ante cada nueva visita del rey a Barcelona. Que siga la ANC proyectando imágenes invertidas de Felipe VI o diciendo que Cataluña no tiene Rey: pese a las proclamas de Jordi Cuixart, tampoco puede hacer mucho más. Pero los políticos, a pringar. O a plantar cara en serio, como le gustaría a la CUP. Ya entiendo que las medias tintas son lo único que te queda cuando no quieres acabar en el trullo o en el maletero de un coche, pero lo único que consigues así es darle la razón a Mariano Rajoy cuando dice que los indepes ya no hacen nada porque saben cómo se acaba cuando se sacan los pies del tiesto.