TV3 ha conseguido cabrear hasta a los actores de doblaje que trabajan para la cadena. O, por lo menos, a los que pertenecen a la asociación Doblatge Unida de Barcelona (DUB), quienes se quejan de que la nostra prima la baratura de los doblajes que encarga sobre la calidad que, se supone, ofrecen los afiliados a DUB. TV3 reconoce que mira bastante el eurillo en la cuestión del doblaje, pero considera injustas las acusaciones de DUB. De esta manera, por una cuestión de dinero, a fin de cuentas, se asoma a la sociedad catalana una vieja polémica que resurge cíclicamente y a la que me encanta apuntarme como partidario de sustituir el doblaje por el subtitulado, tanto en catalán como en castellano. Ya sé que hay mucha gente que se gana la vida prestando su voz a actores extranjeros y, por regla general, no soy partidario de dejar a nadie sin trabajo, pero, personalmente, prefiero ver las películas en su idioma original, aunque no lo entienda: todo me parece más real, menos impostado, más creíble (por no hablar de cómo se repiten las voces de siempre).
En la industria del cine español (incluyo el llamado cine catalán), hace años que todo el mundo (menos José Luís Garci) está a favor del sonido directo, aunque no escaseen los actores nacionales con serias dificultades para vocalizar y hacerse entender. Pero en lo que respecta al cine extranjero, el doblaje está firmemente asentado (hasta hay profesionales convencidos de que su interpretación vocal es mejor que la del actor al que doblan: en este mundo tiene que haber de todo) y no es poca la gente que desprecia por esnobs a los que preferimos las versiones subtituladas.
En España, el doblaje viene de antiguo. Franco lo sacralizó, pero ya existía durante la República. Y por mucho tiempo que pase y mucha democracia que sobrevenga, la costumbre de ver películas dobladas está ampliamente extendida y no parece que vaya a faltarles el trabajo a los actores de doblaje en castellano. Con el régimen autonómico, Cataluña tuvo la oportunidad de empezar de cero en este asunto. Podría haber seguido el ejemplo de Portugal y optar por el subtitulado, pero prefirió seguir el de España y elegir el doblaje, notablemente más caro y más provinciano, pero más útil para los gobiernos nacionalistas, a los que siempre les ha importado mucho menos la cultura que el idioma en que esta se expresa. En el fondo, el pujolismo asumía que el catalán medio era igual que el español medio a la hora de ver una película y era de esos que claman, orgullosos, “yo no voy al cine a leer”, como si en casa devorasen un libro tras otro, lo que no suele ser el caso. Familiarizar al espectador catalán con el inglés y otros idiomas extranjeros nunca fue una prioridad para nuestros gobernantes. De lo que se trataba era de que Indiana Jones y Harry Potter se expresaran en un correcto catalán. En este asunto no regía el famoso hecho diferencial.
Los tímidos intentos de subtitular al catalán no llegaron muy lejos, pese al dinero que se ahorraba con una medida tan culta y cosmopolita: la única película que recuerdo haber visto subtitulada al catalán es La novia de Chucky, una de las aventuras del muñeco diabólico, gracias a la iniciativa del gallego Julio Fernández, patrón de Filmax. Mucho ha llovido desde entonces y el subtitulado en catalán --que muchos habríamos preferido al doblaje en castellano-- ni está ni se le espera. Gracias al triunfo del doblaje, un montón de actores locales han incrementado sus ingresos o, carentes de trabajo en su primera opción, la de dar la cara, se han podido ganar la vida. Este texto, que conste, no va contra ellos.
Si va contra alguien es contra el poder político catalán desde la Transición hasta la actualidad, que tuvo la oportunidad de marcar la diferencia con su detestada España y no lo hizo. Ahora pensarán, ante el rebote de la DUB, que les ha salido la criada respondona, pero se lo tienen bien merecido por, al parecer, encargar doblajes de chichinabo que, según DUB, alejan a los espectadores de la nostra, enviándolos a otras cadenas y/o plataformas. Por ambas partes, eso sí, aparece el vil metal: unos quieren cobrar más y otros quieren pagar menos. Con lo que volvemos a la vieja perogrullada de Josep Pla según la cual, el hecho de pagar y el de cobrar eran tan diferentes que hasta se podía afirmar que no tenían prácticamente nada que ver.