Corría hace unos días por las redes el video de una chica desesperada que, con el semblante desencajado y de muy mal humor, se quejaba de que siempre eran los mismos en los actos independentistas y abroncaba a su posible audiencia por comportarse cual calzonazos en asuntos patrióticos. ¿A quién se dirigía? Intuyo que a los integrantes de su generación. Más que nada porque, si no recuerdo mal, a su edad, a todo el mundo le importa un rábano lo que digan o hagan sus mayores. La pobre se sentía tan sola y abandonada que incluso decía que a veces le entraban ganas de pegarse un tiro, ya que no un tret, pues su indignado parlamento estaba trufado de palabras pertenecientes a la lengua del enemigo.
En paralelo a las desgracias de esta desdichada patriota juvenil --no sé a qué espera la Generalitat para crear el equivalente indepe del consultorio sentimental de Elena Francis, francamente--, los diarios digitales subvencionados por el régimen incrementaban su temática habitual, ya de por sí un monocultivo, con montones de artículos dedicados a lamentar la caída del uso del catalán entre los niños y adolescentes de Barcelona y su área metropolitana y a exigir una respuesta contundente por parte de la Administración. Parece que no se respeta la inmersión lingüística, que los alumnos muestran cierta tendencia a hablar en el idioma del enemigo y que hasta los profesores se bajan del burro lingüístico con mayor frecuencia de la deseada. O sea, que la tan cacareada inmersión es, además de injusta y probablemente ilegal, inútil. Y eso es muy grave, claro, pues el subtexto de dicha inmersión, ayudada por los medios de comunicación audiovisual del régimen, era ir fabricando independentistas desde la cuna para que en cosa de dos o tres generaciones el separatismo se impusiera de forma abrumadora en la sociedad catalana y la ansiada libertad nacional llegara de manera casi natural, con referéndum autorizado por el Gobierno español o sin.
La idea era buena, desde el punto de vista soberanista. De hecho, se empezó a poner en práctica hace 40 años, encabezada por Jordi Pujol y su célebre eslogan Primer paciència, després independència. Pero las cosas no parecen haber salido según lo previsto y el régimen no sabe qué hacer para enderezarlas sin que le acusen de autoritarismo (aunque hay que reconocer que la Plataforma per la Llengua, con sus quejas, acusaciones, señalamientos y vigilancias de patios de recreo, hace muy bien el trabajo sucio). El consejero de Educación, ese señor que debe llevar el lazo amarillo hasta en la solapa del pijama, ha dicho que hay que hacer algo, aunque sin especificar qué. Y junto a la proverbial maldad del Estado español en lo referente al catalán, se señala a los medios de comunicación y a las redes sociales como culpables de que nuestros adolescentes no hagan gala de su catalanidad como deberían (de ahí la insistencia en fabricar influencers, youtubers y tiktokers que hablen en lo que tienen que hablar). Mientras buscan soluciones y culpables, nuestros patriotas se olvidan de mencionar algo que a otros nos parece evidente: enfrentarse a cara de perro a lenguas fuertes, como el inglés o el español, tiene muchas posibilidades de salir mal (es mejor llevarse bien con ellas y sacarles lo que se pueda a sus responsables políticos: ¿no habría salido más a cuenta llevarse bien con el Instituto Cervantes?). Por no hablar de la insistencia machacona en los males del bilingüismo (ya lo intentó Franco en mi infancia y adolescencia y le salió el tiro por la culata), que dota de un plus de antipatía a la lengua impuesta, que era el castellano en mi época y el catalán en la actual. Quienes se lamentan de que el Estado español no hace nada para seducirles son los primeros en no dar un palo al agua a la hora de seducir a los castellanoparlantes que, en Barcelona, recordémoslo, superan en número a los catalanoparlantes. O la supuesta conjura entre España, Netflix y YouTube ha ganado por goleada o, lo que me resulta más verosímil, nuestros patrióticos gobiernillos lo han hecho fatal en lo que respecta a la defensa y promoción de la lengua propia del paisito (propia hasta cierto punto, si tenemos en cuenta la situación en Barcelona y sus inmediaciones).
Si las reformas anunciadas por el consejero del lacito consisten en reprimir, denunciar, castigar y obligar, no les arriendo la ganancia. Chicos, los castellanohablantes contumaces están esperando que los seduzcáis: poneos las pilas y dejad las porras a un lado. ¿Ya se os ha olvidado lo mal que le salió al Caudillo su imposición de la lengua del imperio? Que parecéis tontos. Y, probablemente, lo sois.