Debera existir alguna ley que permitiese deportar a los extranjeros que solo se dedican a incordiar a su país de acogida. Con esa ley, podríamos librarnos de un día para otro de gente como Gonzalo Boye, cuya única labor conocida en España es la de defender a facinerosos de todo tipo, superando de largo los récords obtenidos en su momento por el inefable Rodríguez Menéndez, del que hay que reconocer, al menos, que poseía una (involuntaria) vis cómica de la que el chileno carece: lo mires por donde lo mires, el calvorota no tiene puñetera gracia.
Colaborador de ETA --le cayeron catorce años por el secuestro de Emiliano Revilla y ahora la justicia le pide que apoquine algo más de un millón de euros como compensación, lo cual me parece una idea brillante: de la misma manera que Al Capone acabó en el trullo por evasión de impuestos, ya que, por el momento, no podemos deportar a Boye, procedamos por lo menos al embargo de sus bienes, dado que insiste en declararse insolvente--, se sacó la carrera de Derecho por cortesía del sistema penitenciario español y se especializó rápidamente en la defensa de indeseables, entre los que destacan --cada uno a su estilo-- el narcotraficante Sito Miñanco, el independentista a la fuga Carles Puigdemont o, ya en un orden menor, el cantante de Def con Dos, César Strawberry (al que ahora se está juzgando por unos tuits graciosillos cuando se le debería juzgar, como a la mayoría de raperos españoles, por ser un tonto de capirote con pretensiones de trascendencia política).
No contento con este personal de derribo, Gonzalo Boye acaba de hacer un fichaje de campanillas: nada menos que el célebre asesino en serie vasco Josu Ternera, actualmente detenido en Francia. Aunque solo fuese por disimular, Boye podría defender de vez en cuando a alguien que no fuese un ser despreciable, pero los seres despreciables parecen ser, precisamente, los únicos clientes que contempla. Probablemente, porque se encuentra en su elemento en su compañía: el hecho de que alguien como Boye ejerza la abogacía es, cuando menos, una broma muy pesada.
Nada tiene que ver este sujeto con otros abogados que, sencillamente, ofrecen a sus clientes la mejor defensa que su dinero puede comprar; abogados como Cristóbal Martell o Javier Melero, a los que aprecio sinceramente por reconocer con su ejemplo que todo el mundo tiene derecho a un abogado defensor y que no es competencia de éste la condición moral de su defendido (por no hablar de lo que te ríes escuchando lo que opinan de sus más famosos clientes, a los que sacan los cuartos de una manera que coincide plenamente con mi concepto de justicia poética).
A diferencia de estos dos letrados, Boye defiende exclusivamente a gentuza porque es lo que le pide el cuerpo, porque sabe que el cliente de turno es siempre alguien como él, un amigo, un semejante, un hermano. Le da lo mismo un golpista catalán que un terrorista vasco: ahí estará siempre él para echarles una mano desde su peculiar concepción de lo que es la resistencia al sistema. Si Charles Manson resucitase y necesitara un abogado, Boye correría a ofrecerle sus servicios. Y lo mismo ocurriría si quien se reintegrara a la existencia fuese Jack el Destripador.
Lo dicho: es una pena no contar con una ley que nos permita librarnos de esa gente que disfruta jorobando al país (y al sistema penitenciario) que lo acogió en su momento. Habrá que intentar la vía del embargo. Y todas las que se nos ocurran. Hasta que el calvorota opte por dejar de molestar, que es lo que debería haber hecho al salir del trullo si no fuese el sujeto tóxico y dañino que, de una forma u otra, siempre ha sido y nunca dejará de ser.