Sostiene David Bonvehí --nuevo mandamás, es un decir, del PDeCAT, un partido que va a durar menos que el CDS de Adolfo Suárez y que el PI de Colom y Rahola-- que el nuevo invento de Puchi, la Crida Nacional per la República, es algo sensacional, pero que lo que queda de Convergència también tiene su punto. Espero que no se le ocurra hacer cosas por su cuenta, como le dio por hacer a Marta Pascal con la moción de censura que aupó a Sánchez a la presidencia del Gobierno español, pues ya se sabe cómo acaba todo aquel que pierde la confianza del Líder Supremo. Lo vi por la tele el domingo pasado, dirigiéndose a las masas del partido, y la verdad es que me enterneció ver a un convergente de los de toda la vida haciéndose el procesista con prisa. De hecho, alternaba ambos papeles. Primero decía que la independencia no es ni para mañana ni para pasado mañana, y a continuación, citando a Torra --siempre va bien una referencia moral de peso--, añadía que tampoco es para el día del juicio, sino que está más cerca de lo que pensamos.

¿Y mientras tanto qué hacemos, amigo Bonvehí? Pues tocar la gaita sin parar, sobre todo en Madrid. Lo repitió varias veces. Tocar la gaita metafóricamente, claro está. O sea, dar la brasa a conciencia, prolongar todas y cada una de las tabarras de la Secta Amarilla, instalarse hasta nueva orden en el raca-raca de Peridis. Ah, y la solidaridad europea, que ahora se nos resiste un poco, pronto nos caerá como maná del cielo, como se deduce de la decisión del tribunal alemán que juzgaba a Puchi. En resumen: la mezcla tradicional convergente de optimismo desaforado, wishful thinking y tergiversación de la realidad. Para lo que va a durar el PDeCAT, vaya y pase con Bonvehí, pero como posible líder de un partido con futuro no le veo el menor ídem.

Y, además, me parece muy mal y muy poco patriótica su referencia a la gaita, instrumento de procedencia celta que nada tiene que ver con Cataluña, donde contamos con instrumentos autóctonos cuyo sonido es muchísimo más irritante. Mientras los españoles deben conformarse con la dulzaina --aún recuerdo con espanto las apariciones en la TVE de mi infancia de Agapito Marazuela, maestro indiscutible de ese instrumento (de tortura)--, los catalanes podemos elegir entre la tenora y la gralla a la hora de convertir la interpretación musical en una pesadilla sonora. De ahí esos conciertos de grallers que organizan los indepes frente a las cárceles donde moran nuestros golpistas, que, si bien harán las delicias de éstos, les amargarán la existencia a los demás presos y a los funcionarios, que se sentirán como los del Vietcong en Apocalypse now al escuchar a Wagner a toda hostia desde el helicóptero del coronel majareta que interpretaba Robert Duvall.

Hay pocos sonidos en el mundo de la música más desagradables, irritantes y dañinos que el de la gralla. De hecho, me extraña que la policía y el ejército de los Estados Unidos no nos compren grallas a cascoporro y se conformen con hostigar a los de la secta de turno --que se han hecho fuertes en su propiedad con rifles, pistolas, granadas y hasta armas nucleares-- poniéndoles heavy metal satánico a toda pastilla. Cuando Donald Trump reciba a Quim Torra --un encuentro que solo puedo calificar de inminente, si me apunto al pensamiento mágico de Bonvehí--, estaría bien que el viajante de ratafía  ejerciera también de introductor de la gralla en los Estados Unidos para hacer frente a todo tipo de disturbios. No hay ni una secta que se haya rendido después de escuchar las obras completas de Black Sabbath o Megadeth, pero estoy convencido de que, ante dos centenares de despiadados grallers, saldrían todos sus miembros con los brazos en alto y las orejas sangrando suplicando clemencia.