Hace unos días, en un pueblo de la provincia de Lleida, Artur Mas inauguró una calle dedicada a sí mismo. Consciente de que ese honor suele reservarse a los difuntos --con la excepción de la calle que Tierno Galván dedicó en Madrid a la banda de rock AC/DC--, el señor Mas incluyó en el homenaje a sus secuaces del inútil referéndum del 9-N y dedicó a tan trascendental fecha la calle de marras. Que resultó ser un callejón sin salida, como si ya no supiese qué hacer para proporcionarnos munición metafórica a los que estamos hasta las narices del prusés. ¿No encontró el hombre una calle mejor o que, por lo menos, no se prestara con tanta facilidad al cachondeo de los unionistas venenosos (definición acuñada por Lluís Llach, ¡hay que ver la de conceptos deslumbrantes que bullen bajo esa calva ebúrnea y ese gorrito de macramé en primavera y de lana en invierno!)?
Un callejón sin salida es un callejón sin salida, se ponga Mas como se ponga, y algún asesor debería haberle advertido de las funestas posibilidades metafóricas de su elección
Luego intentó arreglarlo, pero solo consiguió aumentar la sensación de ridículo. Según él, la pared que hay al final del callejón es en realidad un muro contra los enemigos de Cataluña, un dique de contención ante las maldades del unionismo: el Astut suelta lo primero que le viene a la cabeza y se queda tan ancho. Pero un callejón sin salida es un callejón sin salida, se ponga el hombre como se ponga, y algún asesor debería haberle advertido de las funestas posibilidades metafóricas de su elección: más suerte tuvo hace años el político balear Jerónimo Albertí, quien quería publicar un libro sobre su ideario político titulado Cómo pienso, pero tuvo la fortuna de que un subordinado le hiciese notar que bastaba con quitarle el acento a la primera palabra de ese título para convertirlo en un rumiante del que todos se reirían más de lo que ya lo hacían.
Si la calle dedicada al 9-N hubiese tenido salida, la cosa se habría quedado en una chulería más de las muchas a las que nos tiene acostumbrados el Astut desde que se aplicó con saña a la tarea de destruir Convergència desde el interior, pero a veces basta con un muro para convertir una baladronada en una metedura de pata descomunal. La única ventaja de haber elegido un callejón sin salida de un pueblo de Lleida en vez de, pongamos por caso, la Diagonal barcelonesa, es que cuando haya que cambiarle el nombre a la calle, se podrá hacer con mayor discreción: siempre pasará más inadvertido el Callejón de los Inhabilitados que la Avenida de la Inhabilitación. Y es que en esto del prusés, como en todo, el que no se conforma es porque no quiere.