El malestar social es como un resfriado: se incuba en solitario, pero se manifiesta en público. En las últimas semanas el ruido de la calle desmiente con hechos los discursos oficiales que nos hablan de recuperación, progreso, el final del túnel negro de la crisis y demás milongas. Mientras la agenda política se dedica a averiguar quién diablos es el nuevo ministro de Economía, y el Catalonian Circus ejecuta su interminable farsa non stop people, la gente del común continúa teniendo que salir a la calle para reclamar cosas básicas. Concretas. Nada de distopías identitarias. Los pensionistas exigen que sus jubilaciones se actualicen con el IPC tras décadas de cotización inútil. Las mujeres piden soluciones efectivas ante la injusta brecha salarial y otros espantos. En el Sur se preparan nuevas mareas ciudadanas en defensa de la sanidad pública. Los funcionarios, privilegiados cada vez que hay rumores de un hipotético adelanto electoral, consiguen lo que nadie más: ganar más dinero trabajando menos.

La estabilidad institucional a la que apelan de forma recurrente nuestros políticos es un burdo espejismo. No existe. La sociedad se mueve en una dirección diametralmente opuesta a las prioridades reales de sus representantes parlamentarios, que usan los votos recibidos para intereses particulares que poco o casi nada tienen que ver con el general. La gente no se siente ni atendida ni representada. Su vida se ha convertido en un relato precario. Su trabajo, si aún lo conservan, cada día es peor. La existencia ya no es un disfrute prosaico; más bien se ha tornado una verdadera condena. La combinación de los últimos sondeos electorales --que auguran el hundimiento de Rajoy, un hipotético ascenso de Cs, el estancamiento del PSOE y la debacle de Podemos-- con las reclamaciones ciudadanas componen un cuadro preocupante: bajo la apariencia de normalidad se están produciendo movimientos tectónicos en el cuerpo social. Las causas no son difíciles de intuir: las instituciones públicas en España no funcionan como debieran. Y sin embargo los contribuyentes están obligados a pagarlas todos los días con independencia de su eficacia. Todo se parece bastante a una gran estafa.

La sociedad se mueve en una dirección diametralmente opuesta a las prioridades reales de sus representantes parlamentarios

El pacto político, que implica abonar impuestos a cambio de servicios generales, está quebrado. Los próceres, dada la crítica situación, optan por dos estrategias de autodefensa: la negacionista, que consiste en no admitir las evidencias, y el relativismo, que los induce a coger cualquier bandera que esté a mano para ponerse al frente de causas cuya solución está únicamente en sus manos. El cinismo campea en la política española. Tiene gracia oír a algunos economistas decir que los pensionistas no deberían quejarse porque cobran bastante más que los trabajadores en activo, como si ellos hubieran devaluado los sueldos. O tener que soportar el insulto a la inteligencia que supone que el gobernador del Banco de España insinúe que es un lujo tropical cobrar una pensión y tener en propiedad una vivienda. Determinados ultraliberales se convierten con extraordinaria facilidad en comunistas, mientras los jacobinos de Podemos son relegados a una esquina del tablero por jugar al parchís con la patria. Al tiempo, los independentistas pretenden crear un régimen absolutista donde el supremacismo sería el único criterio para establecer (o denegar) la ciudadanía.

No hay ninguna opción política reformista en el mapa político. Es la mayor desgracia. Quienes se presentan públicamente como tales son impostores. Debemos pues, como el Dante, abandonar la esperanza. No parece que pueda volver a repetirse la confluencia de elementos planetarios que en su momento provocó el fenómeno de Podemos: canalizar la desgracia social para llegar al Parlamento no ha servido de nada. La vía institucional, que en una democracia normal debería ser el cauce para que los movimientos sociales encuentren interlocutores válidos, aquí es inviable. El Congreso no es un espacio de diálogo. Tan sólo es el proscenio desde el que se pronuncian sucesivos monólogos. Todo llega decidido.

El pacto político, que implica abonar impuestos a cambio de servicios generales, está quebrado

Dadas las cosas, no hay que descartar que la conflictividad social, hasta ahora pacífica, se incremente. Todos los problemas fundamentales de la sociedad española están encallados. Es natural: pretender que la gente no reclame sus derechos, que en realidad son los de todos, y paguen piadosamente con sus menguantes ingresos esta fiesta de la democracia (formal) que sólo beneficia a algunos es creer que se dirige una granja en vez de un país. Por supuesto, siempre habrá quien desprecie las movilizaciones pensando que serán pasajeras. O aquellos que intentan que algunos ciudadanos desconfíen de las exigencias de los demás. El malestar, sin embargo, está tan extendido que antes o después terminará cerrando uno a uno todos los círculos del desamparo. Las pensiones son una estafa. El trabajo se ha convertido en un animal de ficción. Volvemos a tener sueldos de cuando el tiempo era un arrugado billete amarillo. Y no deja de llover. La sociedad está exigiendo a los políticos que España funcione. ¿Tan difícil es de entender, señores diputados?