Eduardo Haro Tecglen, histórico articulista de la revista Triunfo, define el activismo político en su Diccionario de Política como “un peligro para cualquier partido”. Su explicación es la siguiente: “La inercia o la pereza del afiliado puede terminar dejando en manos del activista la dirección y la fisonomía del partido a pesar de que su inteligencia, su capacidad de análisis y su calidad política suele ser baja. Pese a la apariencia de vanguardia, el activista constituye una rémora para cualquier trabajo serio de partido”. Se trata de una descripción que, aunque subjetiva --Tecglen escribe un diccionario de autor--, nos parece acertada y hasta premonitoria, si tenemos en cuenta que se publicó en 1974, antes de la muerte de Franco. 

Los partidos políticos españoles, y no digamos los catalanes, se han llenado desde entonces de activistas: minoría inquieta que en cualquier organización humana cree que su punto de vista es infalible, piensa que sus ideas son superiores a las de los demás --las mayorías razonables, para los activistas, siempre son pasivas-- y estima que el destino los ha elegido a Ellos --las mayúsculas aquí son necesarias-- para la tarea de cambiar el mundo. Si recurrimos a la prodigiosa proclama de Michi Panero, nuestro particular oráculo de Delfos, podríamos decir que un activista es, en general, un coñazo. “Y en esta vida se puede ser todo” --defendía el menor de los hijos de Leopoldo Panero y Felicidad Blanc-- “menos un coñazo”. 

Tecglen sitúa el origen del término --que adjudica a una expresión alemana latinizada: activismus-- a finales de la Primera Guerra Mundial, cuando determinados gobernantes intentaron que los intelectuales se comprometieran con su causa. Un trabajo realmente agotador, porque los activistas nunca descansan: son seres-orquesta a los que les encantan las reuniones, pronunciar discursos --lo cual exige contar con un auditorio sumiso o, en su defecto, cautivo--, hacer proselitismo full, preocuparse de la vida íntima de sus camaradas --recuerden: “lo personal es político”-- y, antes de que existieran las redes sociales, asumir tareas tan capitales y desinteresadas como repartir octavillas, redactar panfletos, encabezar las manifestaciones –suelen ir siempre en primera fila, junto a las pancartas–, gritar los lemas de las correspondientes luchas y guiar a las masas (el plural resulta obligado) detrás suya. Hasta la victoria, el asalto a los cielos o la conquista de una subsecretaría. Lo que corresponda.

No es lo peor: los activistas, al contrario que los agitadores, que vienen a ser los autónomos de la acción política --aquellos que trabajan por su cuenta y riesgo, al margen de los partidos y se dedican a lo que los bolcheviques llamaban agitprop (agitación & propaganda)-- son la aristocracia del gremio. Su aspiración última, el motor que los mueve, la única razón de su existir, es llamar la atención de los demás a toda costa. Y con tal obstinación que no dudan en presentarse como redentores o mártires, dos de las formas más cómodas de considerarse un héroe en este tiempo extraño --llamémosle posmodernidad-- donde la épica es imposible porque las cosas --incluso las más simples-- han dejado de tener significado. 

No importa, por supuesto: los activistas poseen la irresistible energía que otorga creer en sí mismos --la duda, origen del pensamiento inteligente, no forma parte de sus sentimientos usuales--, son de carácter optimista (aunque asuman sacrificios por la humanidad) y tienden a ser dogmáticos acérrimos. Algo lógico: únicamente los creyentes devocionales pueden ser capaces del milagro de instar al diálogo y, acto seguido, convertir una charla en un soliloquio. Son poco aficionados a las disquisiciones teóricas: para ellos (y ellas) el compromiso consiste sobre todo en la acción directa, que es la vía por la cual, en el contexto de una tensión social, sea real o inventada, pueden elevarse sobre la grey y encontrar su destino natural. 

Militar en un partido o en una organización social --un derecho en cualquier democracia-- es una opción personal. Nadie obliga a nadie a hacerlo, aunque para los activistas no ser como ellos se considera una “falta de compromiso”. Los movimientos sociales, históricamente, han sido el origen de muchos dirigentes públicos, captados por organizaciones políticas como forma de atraer el apoyo de colectivos sectoriales. El problema surge cuando estos activistas terminan gobernando las instituciones de todos, donde el sentido común les obliga a ejercer un papel neutral o, al menos, formalmente ecuménico, sin que esto suponga renunciar a sus principios, en caso de que los tengan. Sobre todo si piensan --cosa nada frecuente-- que la sociedad civil es una cosa y los partidos otra muy distinta. 

Cuando los activistas continúan siéndolo en las instituciones, que es lo que estamos viviendo en España, la polarización social alimentada desde el Parlamento se extiende a la calle. El sectarismo ha sido la única herencia cierta del procés en Cataluña; ahora se ha trasladado a una España contagiada por la demagogia de quienes piensan que la democracia es votar sus caprichos --en lugar de respetar las leyes--, obviar las resoluciones de la la Justicia (por supuesto, tras dialogarlo) y practicar lo que denominan política, pero no es más que un cabildeo que manipula los derechos civiles --individuales y concretos-- como si fueran cosa suya. Piénselo la próxima vez que alguien les pida que se sumen “a su causa”. Sea la que sea.