El optimismo, por lo general, está sobrevalorado. Aunque ya dejó escrito Karl Krauss, que construyendo aforismos no tenía rival, que si puede hacer peores a los hombres el diablo es el mayor optimista de la historia. Algo similar nos ha sucedido durante esta pandemia: a pesar de su enorme coste –en vidas y haciendas– ha generado, de forma paralela, una importante turra de mensajes piruleta, buenas intenciones, excelentes deseos y pensamientos positivos. Todos nos dicen que el Apocalipsis puede ser inspirador –así se adjetiva ahora– y que no debemos perder la esperanza, aunque el horizonte sea chato y ciego. Piensa obligatoriamente cosas buenas. No seas cenizo. O mejor dicho: no pienses, ¡siente por dentro la fuerza del positivismo (sentimental)!
Cae por su peso: el problema es nuestro. Las cosas son como son, aunque no seamos capaces, al contrario que otras generaciones anteriores, de enfrentarnos a la devastación y la sustituyamos por una cómoda ensoñación. “Todo irá bien”, repetimos –una y otra vez– en monólogos íntimos. Como si el contagio dependiera de nuestra voluntad. Los rebrotes, que empiezan a multiplicarse en distintas zonas de España, señalan con claridad que la libertad de movimientos y los intercambios sociales son las autopistas por las que circula la infección. Hemos reabierto los aeropuertos para intentar salvar la temporada turística (de algunos; no todos vivimos de esta burbuja), pero la contraprestación implica aceptar que habrá daños colaterales y nuevos afectados por la enfermedad. Algunos morirán. Esto no se verbaliza: la nueva normalidad consiste en silenciarlo. En mirar sin ver.
El pavor ante la ruina pesa más que el miedo a la muerte. Ya sabemos que nuestra sociedad piensa en términos dinerarios, aunque camufle este rostro, tan pragmático, bajo el argumento de la supervivencia y las prédicas del evangelio de la reconstrucción. Para perdurar hay que tener ingresos, claro. Pero en estos tiempos salir adelante ha dejado de tener relación con el hecho de trabajar. La crisis económica de 2008 trajo un nuevo mundo en el que un empleo no garantiza la autonomía personal. Hace falta tener dos. O tres. Esta esclavitud posmoderna ha convertido a muchos en seres solos delante de una pantalla.
La pandemia, cuya capacidad de destrucción del tejido económico es equiparable a la de un cáncer –células infectadas que se reproducen hasta destruir órganos vitales–, nos dará otra vuelta de tuerca. Incrementará el paro –se calcula que desaparecerán un tercio de los empleos–, cerrará negocios –las pymes dependen del mercado local y su acceso al crédito es complejo–, y nos hará más dependientes de los prestamistas europeos y los mercados, causando un sufrimiento social agudo. No estamos preparados.
La economía española, altamente endeudada una década después del gran crack inmobiliario, sólo ha puesto paños calientes a los problemas estructurales. Nuestra clase política actúa a corto plazo. No es reformista. Pospone los problemas, sin resolverlos. Salvando cuestiones como la sanidad, superada por la situación, la Administración fagocita un gasto público que se pierde en nóminas y similares. Y, últimamente, transfiere parte de sus funciones a los ciudadanos con la coartada de la digitalización obligatoria. Hasta Hacienda pretende hacer inspecciones tributarias por videoconferencia: “Hola, le llama su inspector: lo sabemos todo”.
La mayoría de funcionarios y empleados públicos (60%) pertenecen a las autonomías, que en cuarenta años no han dejado de crecer por el interés de los partidos políticos. Ninguna resistiría una auditoría de eficiencia. Los problemas sociales de España –el empleo, la salud, la vivienda y la justicia, que es una metáfora agria de los anteriores– continúan sin arreglo. Los gobernantes interpretan el papel de siempre como si nada hubiera cambiado. No es cierto: la clase media –que es la que da estabilidad a un sistema democrático liberal– no ha salido todavía de la primera crisis y encara la segunda sin ser consciente de lo que se avecina. Nos encantaría poder pensar en positivo, pero más bien nos dan ganas de salir corriendo. Si supiéramos adónde.