El verdadero subconsciente catalán, escribe el maestro Josep Pla en sus Notas dispersas, es más sentimental que sensible. Y, añadimos nosotros, se parece sospechosamente al andaluz. Ambos caracteres culturales comparten, sin llegar a sospecharlo, un rasgo idéntico. Los dos recrean, aunque cada uno lo haga a su manera, un mismo marco de referencia político cuyo probable origen es un intenso sentimiento de inferioridad. Las causas de estas dos formas de victimismo, por supuesto, son dispares, aunque el destino, que es el juez que conduce nuestros días, haya terminado equiparándolos. Al menos, desde el punto de vista retórico.

Los gobernantes del sur llevan décadas reivindicando una hipotética “deuda histórica” con Andalucía, concepto acuñado en los albores de la Transición, cuando todavía se creía, sobre todo entre muchos partidos de izquierda, en aquella socorrida teoría del colonialismo interior. Los políticos catalanes, pese a ser los primeros en recuperar sus instituciones tras el franquismo, desde el primer día consideraron que extender el autogobierno al resto de España suponía una especie de igualación en su contra. De aquellos polvos, estos lodos. Los políticos andaluces repiten que no quieren ser más pero tampoco menos que nadie; los gobernantes catalanes desean que se evidencie que ellos son distintos --léase mejores-- que los demás. Los predicadores de uno y otro signo, sin embargo, no soportarían la idea de que sus males pudieran ser responsabilidad exclusivamente suya y de nadie más. Aceptarlo sería como sentarlos frente a un espejo. Al principio se verían más hermosos de lo que son. Dos días más tarde quizás empezarían a encontrarse defectos, pero nunca los pregonarían. La construcción interesada de la patria exige saber administrar los silencios y prohíbe la autocrítica.

Ni en Cataluña ni en Andalucía existe la posibilidad de que un partido político ajeno a la dialéctica perversa ocupe una posición electoral intermedia y modere los delirios tribales

Pla decía que esta forma de ser --tan contradictoria-- engendra seres humanos divididos. Gente que tiene un miedo atávico de ser ella misma y que, al mismo tiempo, no puede evitar serlo. Las elecciones del 21D nos parecen la perfecta demostración de esta afirmación. Los soberanistas andan divididos ante la formación del nuevo Govern, cuya proclamación se ha adelantado en el tiempo por decisión de Rajoy. Ni JxCat ni ERC saben ahora mismo cómo consumar la restauración independentista, pero es evidente que tampoco renunciarán a ella en favor de Cs, el ganador aritmético de los comicios, que ha tirado la toalla antes de que empiece el partido. Análoga situación existe en Andalucía, donde el desgaste electoral del PSOE ha hecho que Susana Díaz, siguiendo el libro de instrucciones del peronismo rociero, recurra a la bandera verdiblanca e intente resucitar el espíritu del 4D, la fecha histórica de la autonomía meridional, despreciada hasta ahora por los socialistas. En ambos casos los responsables ciertos de la postración de sus respectivas regiones colocan el señuelo patriótico delante de los problemas reales, que son los que requerirían tiempo e inteligencia política.

Ni en Cataluña ni en Andalucía existe la posibilidad de que un partido político ajeno a esta dialéctica perversa ocupe una posición electoral intermedia y modere los delirios tribales. En Cataluña, tras las elecciones, se nota una cierta nostalgia del catalanismo, aquella filosofía que consistía en ser uno sin olvidarse (por completo) de los demás. Y en el sur, a pesar del menguante dominio socialista, Díaz no deja ni un día de decir que son los demás los que deben enviarle el dinero que necesita para solucionar problemas que no sabe ni encauzar. Ninguno de los dos gobiernos, cuyos estatutos de autonomía son similares, y defensores ambos del santísimo derecho al autogobierno, gobiernan. ¿No es grande?