Una negociación política es igual que una obra de teatro. Dentro de la sala de conversaciones, donde se sitúa la tramoya, se consuma una función; de puertas afuera, en el escenario, sucede otra distinta. Rara vez coinciden. No está todavía claro si las negociaciones entre el PSOE y ERC para acordar la investidura de Pedro I, el Insomne, tendrán al final la forma de una comedia o de una tragedia, pero lo que resulta indudable a estas alturas es que los primeros actos responden --con milagrosa exactitud-- al género deformante de la farsa que, a diferencia de la comedia estricta, persigue un afán diferente a la risa benéfica.
La comedia, según los tratadistas literarios clásicos, maneja los vicios humanos de forma que éstos nos parezcan soportables dentro de un determinado marco social. La farsa, en cambio, usa el humor como un instrumento para poner de manifiesto una verdad incómoda y, con frecuencia, vergonzosa. Es justo el caso del denominado diálogo entre los socialistas (catalanes) y los independentistas de ERC, actores esenciales en el desafío a la democracia española que supuso el procés. El PSC, que hace tiempo que perdió el oremus, y cuya política de pavo frío en Cataluña ni le ha dado poder institucional ni una relevancia social creciente, ha perdido en su último congreso una ocasión de oro para posicionarse como una alternativa constitucional firme ante todo lo que simboliza el nacionalismo.
En lugar de eso, los socialistas catalanes han vuelto a defraudar a aquellos electores que, tras el hundimiento de Cs, buscan (desesperados) un partido capaz de defender los verdaderos valores republicanos, que no son (ni de lejos) los que profesan los independentistas. Mientras Iceta continúa jugando a la mosqueta --el famoso trile, como lo llamamos en Andalucía-- la tensión dramática de las conversaciones crece. Y corre el riesgo de destrozar a todo el PSOE, por mucho que el que espera ser ungido prepare (ahora) una ronda de disimulos con el resto de presidentes autonómicos para dar cobijo a su gran pantomima.
La ceremonia de fingimientos, gestos y actitudes en la que andan ocupados tanto los socialistas como ERC pretende hacernos digerible una engañifa colosal, que es la que defiende el nacionalismo. No cabe duda tras oír las extravagantes posiciones de Aragonès en representación del condenado Sor Junqueras, donde el nominalismo conceptual y lingüístico pone de manifiesto la suprema evidencia del escabeche.
Los independentistas de ERC --a los que Iceta llama demócratas a pesar de que no respetan las leyes democráticas-- exigen la autodeterminación, celebrar un referéndum a la carta --donde el resto de españoles seremos convenientemente excluidos--, una vía para desactivar todas las decisiones judiciales que buscan restituir el orden legal que han conculcado en los últimos años --incluida la sentencia del procés-- y una amnistía para quienes, con el dinero de todos, en lugar de salvar a la gente de la crisis, se han dedicado a poner en escena su particular distopía soberanista, que empezó con las banderas y después las ha sustituido por piedras. Todo en el mismo paquete.
El planteamiento de ERC tiene bastante de pueril, como corresponde a todos los hechos grotescos, donde el espectador experimenta primero el asombro de la exageración y, tras su examen, descubre la verdadera realidad, oculta tras un sinfín máscaras, metáforas y símbolos. En el caso de las conversaciones entre PSOE y ERC la verdad del cuento se reduce al hecho --asombroso-- de que los socialistas estén negociando --por interés particular, no general-- una gigantesca mentira, que es la del nacionalismo. Por descontado, son libres de abrazar --incluso con entusiasmo-- el embuste que más les convenga pero, justamente por eso, no deberían confiar en que los ciudadanos inteligentes hagan lo mismo. Sobre la mentira lo único que se construyen son patrañas. Nunca las virtudes políticas que caracterizan a una auténtica democracia.