El problema, al fin y al cabo, es simple. Se resume en una palabra: los principios. Para sobrevivir en el interior de la placenta de cualquier tribu, da igual si ésta es familiar, étnica o ficticia, que es el caso que nos ocupa, las convicciones estorban y las creencias íntimas molestan. Si además se pretende conservar el respeto (sincero) de los demás o prosperar, directamente ofenden. La ley marcial de la unanimidad (obligatoria) prescribe en estos supuestos que lo conveniente es dejar a un lado las ideas propias para abrazar –con entusiasmo y rodeado de un océano de banderitas– los dogmas de nuestros (el posesivo es indispensable) sumos sacerdotes, los infalibles custodios de los primitivos arcanos de la comunidad. 

Todos ellos, en cualquier sitio, en todas las épocas, han dicho lo mismo: disentir –y obrar en consecuencia– no es ejercer la libertad individual, sino despreciar la voluntad (totalitaria) de una masa celestial y confabularse frontalmente contra la autoridad, que es la que fijan los puros en beneficio de impuros y que, para ser duradera en el tiempo, necesita infundir miedo. Lo preceptivo entonces es integrarse dentro de la voluntad general. Asimilarse. Camuflarse. Callar con dedicado esfuerzo. No meterse en política. En estas situaciones, pensar con independencia se convierte en un ejercicio de riesgo. Y obrar con coherencia, incluso cuando se hace en buena lid, se asemeja a un suicidio social, aunque no es necesario inmolarse de inmediato. Siempre habrá alguien que se encargará, en nombre de todos, de lapidarte antes para salvaguardar la tradición de los antepasados. Lo mismo que en el Antiguo Testamento. 

Todo esto palpita, igual que una herida abierta, en el episodio, estremecedor y categórico, de Canet de Mar, donde un escolar y su familia sufren el acoso sostenido de los activistas independentistas del Maresme por haber reclamado ante los tribunales su derecho a que en España, su país, al menos el 25% de su educación se imparta en español. Un idioma que hablan 543 millones de personas en el mundo. En su historia, que es como una novela de terror con aldeanos con mazas y escuadrones que portan antorchas, late la misma hoguera que alimentó la diatriba entre Castellio y Calvino, escrita por Stefan Zweig en uno de sus libros de biografías. 

El primer personaje representa la dignidad, nunca exenta de riesgos, que defiende la libertad; el segundo encarna las calamidades del fanatismo. El aquelarre de Canet es una nueva réplica de esta secular batalla entre las convicciones y el horror cotidiano, alimentado por esa gente corriente –vecinos de escalera, amigos del colegio, socios del gimnasio, padres, abuelos, sobrinos– que, entre el odio y la verdad, siempre optan por el primero. Sin duda, es un valor seguro: la verdad suele ser inestable; la violencia, en cambio, es tan ancestral como los hábitos y los vicios. Del caso Canet, donde el delirio del nacionalismo parece estar viendo el giro en el viento de su bumerán, se desprende que, a pesar de la sentencia del Supremo, el 75% de la escolarización del menor –sin duda, parte de una familia de colonos sin sentimientos– seguirá haciéndose en catalán. Pero esto, por descontado, no importa a nadie. No es trascendente.

Tres partes de imposición frente a una de libertad no es una dosis suficientemente tolerable para los revolucionarios profesionales de las sonrisas. Básicamente –y en esto tienen razón– porque en el fondo se trata de una derrota, aunque este lance no sea tanto una guerra –en eso quieren convertirlo– como un abyecto atentado (contra todos). Para ellos es necesario arrasar Cartago y dejar claro ante el mundo que cuando se ha promulgado el diktat tribal –“un sol poble i una sola llengua”– no cabe apelar a la justicia (terrestre) o aducir la libertad de conciencia. Nada de eso. De ninguna manera. Lo que debe prevalecer es la ley de la horda.

Zweig explicó muy bien los motivos de su fracaso cuando escribió: “Por primera vez se han cruzado los aceros. Calvino ha percibido que Castellio no está dispuesto a someterse a él en cuestiones intelectuales y religiosas. En medio del general servilismo adulador, ha reconocido al eterno adversario de cualquier dictadura, al hombre independiente”. La analogía resulta asombrosa, con la diferencia de que el Miguel Servet de Canet es un niño en edad escolar al que algunos desean sentar solo en una clase, después de apedrear su hogar y a sus padres. Calvino –relata Zweig– decidió considerar heréticas y demoníacas las interpretaciones teológicas de Servet no porque fueran injustas o desacertadas, sino porque no eran las suyas. 

Es la diferencia, para muchos imperceptible, entre una buena idea y una supuesta buena persona. La primera sirve, igual que la cultura, a cualquiera con independencia de cuál sea su origen y su condición; la segunda, en cambio, sólo parece verosímil para aquellos que se ven a sí mismos en el espejo del personaje elegido, al que elogian por vanidad (propia), más que por una honesta admiración. Las buenas ideas son herramientas universales; los juicios sumarísimos, prácticas excluyentes. Es la falta de distinción entre ambas cosas lo que explica lo que está ocurriendo en Cataluña desde hace mucho tiempo, donde los independentistas suman décadas y lustros instalados en el falso antagonismo entre los buenos y malos catalanes. 

En su prontuario en defensa de Servet –Contra Libelum Calvini–, Castellio defiende la libertad de pensamiento y describe la muerte en la hoguera del galeno y teólogo español como un crimen. Lo escribe con todas las letras: “Matar a un hombre no será nunca defender una doctrina, será siempre matar a un hombre”. De idéntica manera, decimos (nosotros): acosar a un niño y apedrear a su familia no es defender el catalán, únicamente es acosar a un niño. El menor no es “un castellanohablante”. Su familia no está formada por extraterrestres. Es un niño. Es una familia. Y sus acosadores no son “buenos catalanes”, sino unos perfectos miserables. 

El problema moral que existe en España –hace tiempo que superó las inexistentes fronteras de Cataluña– puede resumirse con las palabras de Zweig: “Las naturalezas benévolas se resignan siempre demasiado deprisa, y con ello facilitan el juego a los violentos”. Que la Generalitat instigue el totalitarismo lingüístico en Canet de Mar no es ninguna novedad: los fanáticos profesionales, al contrario que los sabios naturales, son infalibles y constantes. Virtudes de las milicias. Lo natural, lo humano, es dudar, abstenerse de bajar a la arena mientras otros –con medios, poder, dinero y obligaciones, como el Gobierno, sin ir más lejos– miran a otro lado. 

Pero la historia de Castellio, a su vez, demuestra que algunos, sin duda los mejores de entre los voluntariamente discretos, un buen día, “con el corazón oprimido y descontento, forzados, recurren a la resistencia” tras haber consentido lo inaceptable. Entonces es cuando acontece el descubrimiento: “un hombre de espíritu libre no debe nunca dejarse cegar por el susurrante tribunal de la insidia ni arrastrarse por el furor de los instintos de la masa. Debe buscar la justicia”. Sobre Canet de Mar los tribunales han hablado. La legión independentista, sin sospecharlo, se ha topado con el reverso de su propio espejo: no hay imagen más poderosa, y que prevenga mejor sobre el rostro del fascismo popular, que un aquelarre de brujos amenazando a un niño. “El hombre más fuerte siempre está solo”, escribió Ibsen.