El pulso del nacionalismo contra la democracia española, que aunque imperfecta es la única que por ahora tenemos, ha provocado, como era previsible, un interminable carrusel de antiguos altos cargos autonómicos acudiendo a los juzgados para explicar ante un juez lo que todos hemos visto (varias veces) en directo: la comisión de (supuestos) delitos contra el ordenamiento constitucional. Han desfilado todos menos Puigdemont, huido a Bruselas en busca de la enésima internacionalización de un conflicto que no existe --ni existirá-- porque no estamos ante un litigio político, sino frente al capricho de determinadas élites de apropiarse de lo que nos pertenece a todos: la cultura y los haberes de la Cataluña plural. El saldo de esta aventura está siendo magro; los costes, sobre todo para la sociedad catalana, tremendos.

A estas alturas del partido podemos decir, sin temor a errar, que los soberanistas sólo han triunfado en el efímero campo del espectáculo, al protagonizar un interminable vodevil al que aún no se le ve término. Los principales sujetos de la trama ya están empezando a desdecirse de sí mismos y a poner paños calientes a su propia gesta, como ha ocurrido con la ilustre Forcadell, en libertad tras pagar una fianza pero acusada por una parte de sus huestes del pecado de alta traición, el mismo que, antes de la necesaria aplicación de la Constitución, le adjudicaron durante unas pocas horas al expresidente de la Generalitat cuando sopesaba si convocar las elecciones cuya fecha ha terminado decidiendo Rajoy.

Que los soberanistas usen el término traición, como si estuvieran en el ejército, da una idea bastante exacta de la concepción marcial que tienen de su causa. Nos recuerda incluso a la frase de Millán-Astray en el rectorado Salamanca, que, como dice el refrán, nunca presta lo que la naturaleza no concede antes. Hablar de dogmatismo es poca cosa. Estamos ante un delirio absoluto. Frente a la más pura intolerancia. Contemplando, sonámbulos, la iracunda reacción de aquellos que no aceptan que todos los sueños, incluidos los suyos, un día se marchitan.

Hablar de dogmatismo es poca cosa. Estamos ante un delirio absoluto. Frente a la más pura intolerancia. Contemplando, sonámbulos, la iracunda reacción de aquellos que no aceptan que todos los sueños, incluidos los suyos, un día se marchitan

No parece probable que los comicios de diciembre en Cataluña vayan a arreglar esta situación. Los falsos mártires del independentismo ambicionan seguir cabalgando, aunque esta vez sea mediante alianzas posteriores, a lomos del presupuesto cuya gestión directa han perdido temporalmente. Que concurran los mismos o sus herederos importa relativamente poco si su plan es insistir en el mismo camino, que es la violación (por suplantación) de la ley. El problema de fondo no está en el Parlament aunque la cámara autonómica haya sido el teatro mayor del famoso prusés. Habita en la propia sociedad catalana, incapaz de dialogar consigo misma. Y donde un bando de perfectos demagogos pretende imponer a todos los demás su visión unívoca de las cosas. El procesamiento de los jerarcas de esta insurrección tiene un inevitable punto melancólico: verlos rendir cuentas, a ellos que se creen por encima del bien y del mal, representantes sagrados de una tribu que se considera elegida, no causa alegría. Sólo certifica la fragilidad de sus planteamientos, que nadie más comparte.

Resulta increíble que, en lugar de aceptar los hechos, el nacionalismo insista en intensificar ad nauseam su estrategia victimista. Las palabras sirven para describir situaciones y expresar sensaciones. Desde el punto de vista de la deseada verosimilitud de los mensajes es pertinente que estos dos ámbitos coincidan. Encajen. No es el caso. El desajuste de los independentistas con la realidad radica justamente en olvidarse de la correspondencia entre los dichos y los hechos. La repetición de un mismo concepto termina por vaciarlo de significado, desgastando su semántica original y anulándolo. Cada vez que los personajes del prusés se presentan a sí mismos como pobres “víctimas del Estado represor” muere un gatito y su cruzada se hunde un poco más en la ciénaga de la mentira. Lo peor del nacionalismo no es su intolerancia con el diferente. Ni su obsesión por privatizar el patrimonio colectivo. No. Es la falta de suspense. Su pesadez. Su infinito bucle. Los nacionalistas son demasiado previsibles. Lo fueron cuando consumaron su sainete revolucionario. Y lo son ahora, cuando llenan los telediarios con unas lágrimas de cocodrilo tan falsas como su idea de la patria.