Borges, que comenzó escribiendo poemas en los que exaltaba a su estirpe familiar, poblada de supuestos héroes de las guerras de la independencia argentina, pero a la hora de la verdad eligió Suiza como última morada, dejó escrito que la patria es un acto perpetuo. Tal parece ser en Cataluña, donde Iceta, el líder del PSC, ha mostrado las cartas marcadas de su campaña electoral para atraerse los votos del nacionalismo moderado, suponiendo que tal posición política exista tras la división social provocada por el difunto prusés. El candidato socialista, al que algunos adjudican una supuesta maniobra para presidir la Generalitat merced a una hipotética alianza con ERC y los comunes, que sería presentada como una vuelta parcial al redil de los republicanos, ha reclamado la condonación de parte de la deuda de Cataluña (52.499 millones de euros) y la creación de un sistema de cupo fiscal, aunque sin llamarlo por este nombre, que permitiría al Govern recaudar todos los tributos de su territorio.

Ambas propuestas, diseñadas para captar votos soberanistas, han abierto la caja de los truenos en el PSOE, donde se teme --y con razón-- que estos privilegios tributarios terminen significando un perjuicio para otras regiones. Los gobiernos de Extremadura y Aragón no ven la propuesta con simpatía; tampoco Ángel Gabilondo, del PSOE de Madrid. En Castilla-La Mancha no gusta. Y en Andalucía, que hoy celebrará el 40 aniversario de las manifestaciones del 4D, aún menos. Las ideas de Iceta quizás puedan ser bien acogidas entre una parte del electorado catalán, pero hundirán al PSOE de Sánchez si se consuman. Sin embargo, no suponen una sorpresa: la posición del PSC en relación al nacionalismo siempre ha sido ambigua, un no pero; un pero quizás no del todo. Y siempre en este plan.

Las ideas de Iceta quizás puedan ser bien acogidas entre una parte del electorado catalán, pero hundirán al PSOE de Sánchez si se consuman

Lo que ahora propone el jefe de los socialistas catalanes es una prolongación --con otra máscara-- del supuesto hecho diferencial catalán. A falta de fundamento histórico en el que apoyarse, su opción es ejercerlo por la vía de una pax política temporal siempre y cuando sea él quien termine en el sillón noble de Sant Jaume. Pero no es una salida ante el problema de fondo, que es la batasunización del soberanismo catalanufo, que cuelga muñecos muertos en los puentes de las autovías. Más bien parece un atajo personalista a mayor gloria de sí mismo. Tras décadas de padecer los caprichos absolutistas, con misa incluida, de la Sagrada Familia --Pujol S.A.--, prolongada después en la figura de Mas y heredada gracias a una carambola del destino por el exiliado Puigdemont, Cataluña vuelve a depender de la conveniencia personal, en lugar de guiarse por el interés general. Para este viaje no hacían falta alforjas. Nadie en su sano juicio puede plantear la desmembración de Hacienda en diecisiete agencias tributarias. No sólo por cuestiones de eficacia y operatividad, que en materia fiscal son asuntos claves, sino por justicia: la redistribución de rentas, que es lo que hace que un país avance, no debe ejercerse en función de cuál sea en cada momento el interés partidario, siempre cambiante.

Las propuestas de Iceta son alarmantes. Insisten en la biteralidad en vez de asumir la multilateralidad territorial. Y pretenden que el dinero de las autonomías, igual que el propio modelo de Estado, siga siendo una cuestión sin resolver ad infinitum. Esta cuestión debería cerrarse con una reforma constitucional de marcado enfoque social, la única quimioterapia capaz de contener el fanatismo nacionalista. Insistir en robarnos la cartera, con una sonrisa, pero aplicando el principio de que lo mío es mío y lo tuyo también es mío, no es de recibo. Y menos si, como sucede en este caso, se le presenta al personal con la milonga de que se trata de un planteamiento progresista (¿?). Iceta va camino de convertirse en el Maragall de Pedro Sánchez. No quiere pagar lo que Cataluña adeuda al resto de España y, en paralelo, sin fatiga, desea administrar a su conveniencia la renta de todos los catalanes, con independencia de en qué se gaste el dinero. ¿No era acaso ésta la finalidad última del fracasado prusés?

Asaltar los hogares de la gente, sea en nombre de la singularidad o amparándose en la estelada, no deja de ser un robo patriótico. Iceta, que nos recuerda a un presbítero con ínfulas de papa, sólo ha enseñado hasta ahora su máscara ecuménica. Su plan para alcanzar el poder, sin embargo, sepulta un concepto sagrado para la izquierda: la cohesión social. Si el PSC no promueve la autodeterminación es porque cree que es mejor ejercerla por la vía fiscal, más efectiva que la retórica. Pero su plan no soluciona el problema de Cataluña. Es, sencillamente, lo que en Argentina llamarían una patria trucha. Una trampa con una corona de adelfas.