Ya va siendo hora de enfrentarnos a la verdad: el modelo autonómico español, que fue una concesión política (en buena medida innecesaria) para hacer verosímil el gran teatro de la Transición, un modelo sustentado en la Corona, el bipartidismo y la sobrevaloración electoral de los nacionalismos, es la causa última de la pesadilla –burocrática, política y social– que padecemos desde hace cuatro décadas. Acostumbra a decirse que este marco político, fruto del pacto (con significativas renuncias), está detrás del origen de la mayor época de prosperidad (económica; en materia social habría bastante que discutir) de nuestra historia reciente. 

Este argumento obvia la estación término del proceso: el colapso de la crisis de 2010, con los consiguientes quebrantos para la población más desfavorecida, el intenso empobrecimiento de las clases medias y la resurrección de tensiones políticas (en buena medida atávicas) que creíamos resueltas. Hace falta proyectar la foto completa de España –incluyendo la faz del país durante la última década– para ser justos (en lugar de interesados) a la hora de emitir juicios. Los padres fundadores, a los que llevan dibujándonos como santos en vida desde hace cuatro decenios, quizás tuvieran la mejor de las intenciones, pero lo cierto es que su modelo requiere una reforma sustancial. Ni admite más parches ni puede quedarse como está. 

El bloqueo político de España, intensificado por el desafío soberanista catalán, nos sitúa (con las lógicas variantes de tiempo y lugar) en una situación muy similar a la del 98. O incluso peor: no es ya que nos preguntemos qué diablos es España; es que las cesiones territoriales han terminado, por un más que previsible efecto de emulación, diluyendo la identidad jurídica común, que nada tiene que ver con la identidad personal. La primera es un valor compartido; la segunda, una cuestión privada. En Barcelona se discuten las causas por las que Madrid, una comunidad autónoma artificial, ha superado en PIB a Cataluña. Al mismo tiempo, en León (y algo antes en Teruel) surgen voces que reclaman la creación de nuevas autonomías para poder así liberarse del “centralismo” de cada territorio, apelando –Laus Deo– a “razones históricas” y vendiéndonos, igual que en 1978, el clásico señuelo de que la creación de nuevas instituciones regionales traerá la solución a todos los problemas.

La engañifa es mayúscula. Lo que muestra el mapa del poder autonómico es justamente lo contrario. En la España vacíaléase como la interior– existen desde hace cuatro décadas, cuatro niveles distintos de representación política: el local, el provincial, el autonómico y el estatal. ¿Ha servido esta arquitectura institucional para reducir las carencias económicas, sociales o de infraestructura? Diríamos que no. En absoluto. Por tanto, la solución a los problemas regionales no está en la institucionalización. Depende únicamente de la buena o mala gestión. 

La cohesión territorial es la gran asignatura pendiente de nuestra democracia. En buena medida porque el modelo autonómico ha terminado fortaleciendo la política de los agravios e institucionalizando el caciquismo cultural heredado de la España del siglo XIX. Instituciones, nos sobran; pero ninguna de ellas, a la hora de la verdad, resuelve los asuntos de los ciudadanos. El negocio autonómico sólo ha beneficiado a los políticos de aldea: aquellos que viven de las banderas aunque sean incapaces de gestionar los generosos presupuestos de los que disponen. 

En esto, sólo existen diferencias de grado. Es un fenómeno ecuménico: la sanidad catalana funcionaría mejor si los nacionalistas no dedicaran el dinero público a su utopía independentista; Andalucía gozaría de una situación aceptable si el peso de la administración pública –a excepción de los servicios sociales básicos– no fuera tan enorme y la política diaria no estuviera condicionada por el nepotismo, los intereses políticos (que rara vez coinciden con los generales) o la corrupción. Y Teruel o León no padecerían la histórica falta de comunicaciones que sufren hace décadas si, en vez de apelar a absurdos derechos históricos –que no son hechos contemporáneos, sino pretéritos–, sus instituciones funcionasen con eficacia, sin caer en la tentación del populismo.

El alcalde de León, José Antonio Díez (PSOE) dice que ellos no tienen nada que ver con Castilla, exactamente igual que los nacionalistas catalanes, que manipulan la historia común para crear hechos diferenciales a la carta. Hasta el delirio. Cada uno puede sentirse de la patria que prefiera. Todas, al cabo, son ínsulas imaginarias. Las fantasías tribales, sin embargo, nunca han solucionado ninguno de los problemas de las sociedades. Todos los cuentos tienen un final. Nos iría mejor si prescindiéramos de las repúblicas imaginarias y nos organizáramos con criterios de eficacia, la eterna olvidada de nuestras particulares guerras territoriales.