Tras un largo mes de confinamiento marcial, con la economía hundida, miles de empresas agonizando por impagos o falta de liquidez y una legión creciente de despidos y quebrantos laborales en camino, resulta asombroso que el Gran Insomne, presidente de todas las Españas –tanto las que quieren serlo como las que no–, siga utilizando el lenguaje bélico para tratar de disimular los errores (conscientes) que pueden hundirlo para siempre en el agujero negro de la historia. Ayer, en su homilía semanal, proclamó: “No podemos deponer las armas todavía, tenemos que seguir combatiendo. Estamos a punto de cambiar el curso de esta guerra, pero aún estamos lejos de la victoria”.

Encerrarse en casa con la familia, el perro y la prole no es combatir. Tampoco podemos considerarlo una actitud heroica, salvo que la honorable épica de antiguos poetas como Homero sea comparable, cosa imposible, al mundo piruleta en el que la actual generación de gobernantes ha convertido la política cotidiana. Y mucho menos en un país donde la milicia obligada –deo gratia– pasó hace mucho tiempo a la historia. Los que estamos encerrados no somos soldados de nadie. Somos ciudadanos indignados o resignados. Depende del día y del estado de ánimo.

La retórica militar, por otro lado, es el lenguaje que identifica los instantes críticos, cuando lo que está en juego es la supervivencia. En esos momentos vencer implica sobrevivir y fracasar significa morir de una vez y para siempre. El coronavirus ha matado ya a casi 17.000 personas –aunque algunos simulen ser ciegos ante esta evidencia–, pero una parte nada despreciable de estos caídos han cruzado al otro lado de la Estigia no tanto porque el enemigo invisible les haya rodeado como porque los generales de su ejército los abandonaron a su suerte al no actuar cuando debían hacerlo, o los desahuciaron –como está sucediendo con nuestros viejos– ante el avance súbito de la tempestad.

La muerte política de Sánchez, que es un escenario más que probable el día que haya que volver a las urnas, no es equiparable a la tragedia que la dejadez y la mentira están provocando en una sociedad convulsionada por un apocalipsis sin rostro, pero con consecuencias fatales. La primera, si se produce, será un episodio minúsculo. La segunda, en cambio, es el Armagedón de nuestro tiempo.

Seamos sinceros: no estamos librando ninguna guerra heroica. Esto no es Troya. Aquí no hay vanguardia ni tampoco línea de retaguardia. Estamos escondidos en nuestras madrigueras, como animales asustados, esperando a que amaine esta desgracia en la que nos hemos instalado sin darnos cuenta. Los soldados, es sabido, combaten en campo abierto y con armas mortales. No es nuestra situación: ni el Gobierno ni las autonomías, que se suponía que son el Mando Mayor, han sido capaces en cuatro semanas de darnos mascarillas o comprar respiradores suficientes para los caídos en la batalla. ¿De qué maldita guerra hablan? 

Digamos que éste es el tema capital: ¿qué nombre debemos dar a lo que está sucediendo? Cuestión distinta es que el Insomne juegue todas las semanas a ser Kennedy ante las cámaras. Para lograrlo le falta dramaturgia y, sobre todo, la autoridad necesaria que, como sucede en la verdadera épica, exige haber padecido en primera persona el revés del destino de forma equivalente al resto de ciudadanos. Tampoco es el caso: los miembros del Gobierno afectados por la pandemia se hicieron de inmediato las pruebas necesarias para saber su estado y contaron con los instrumentos de protección de los que carecen médicos y enfermeros.

Encerrarnos en casa no es un acto valeroso. Más bien es la muestra de un fracaso colectivo: debemos mantenernos confinados porque seguimos estando a ciegas en mitad del túnel. No sabemos ni cuántos son los infectados ni tampoco cuáles son de verdad los muertos de esta desgracia. Y ambas cuestiones tienen un único responsable: el Gobierno, que ignoró todas las alertas y ahora no quiere dar cifras objetivas sobre lo que denomina guerra.

En este escenario, se antoja complicado que pueda producirse un pacto político que no tenga la forma de una rendición. Mayormente porque quienes podrían rubricarlo son, en distinta medida, los responsables de la situación. El Gobierno, por despreciar el peligro; y las autonomías, exactamente por lo mismo. La insensatez que la oposición achaca al Gobierno es homologable a lo que sucede en los territorios políticos donde gobierna.

Lo que necesitamos no es un acuerdo de intenciones. Es eficacia, que es lo que no se atisba en ninguna de las partes en liza. La eficacia, claro está, no se negocia: se tiene o no se tiene. Lo peor que pudiera ocurrir en esta crisis, donde unos tratan a los muertos como si fueran números y otros lanzan mensajes escolares del tipo “esta batalla la vamos a ganar”, como si la ciudadanía tuviera la sensibilidad de una barra brava, es que el acuerdo político, si llega, fuera un pacto de silencio. No es en absoluto descartable porque todos tienen demasiadas cosas que ocultar. La autoabsolución, además es su principal negocio. 

El cisma en el que nos encontramos, sin embargo, no se debe al desacuerdo entre los políticos. Su naturaleza es otra: el precipicio existente entre los ciudadanos, que son los que padecen todas las crisis, y sus representantes. Lo que decidan unos y otros es irrelevante mientras las instituciones que dirigen no funcionen, al menos, en la misma medida a los recursos que consumen. Hasta ahora se trataba un coste económico; a partir de ahora sabemos que su ceguera cuesta vidas.

No es posible alcanzar un pacto para reconstruir el país sin reformar un sistema político que, ante las desgracias, elude las críticas sustentadas con argumentos o se limita a decir: “El mundo no estaba preparado”. No es verdad. Son ellos quienes no estaban –ni están– preparados. Si estamos perdiendo esta guerra –y la estaremos perdiendo hasta que los médicos y los enfermeros no mueran por ayudar a los enfermos, contemos con recursos para protegernos y sepamos el alcance real del contagio– no es por los azarosos designios de la Fortuna. Es porque la clase política, en España, no diferencia entre lo trascendente (la vida) y lo accesorio (ellos). Fin del cuento.