La cosa va quedando meridianamente clara. La debilidad de la democracia española, destruida tras décadas de corrupción, relativismo político, aldeanismo supremo y cesarismo partidario, parece haber entrado en una fase de no retorno después de que los socialistas se hayan entregado, sin el más mínimo empacho, en brazos del populismo (que siempre es soberanista) y los nacionalismos periféricos, que amplifican su ofensiva contra la Corona en pleno Apocalipsis por la pandemia. Justo en el instante más frágil que vive en décadas la primera institución del Estado, cuyo descrédito se debe a los actos de su anterior titular, desdibujado ahora en un exilio dorado del que no da cuenta a nadie. Si algo podía salir mal, ya estamos en la dirección adecuada para alcanzar el precipicio. 

España, diluida en el caos cotidiano de las autonomías ficcionales, cuya ineficacia, sin embargo, irrumpe todos los días en una realidad cada vez más desdichada, igual que sucede en algunos cuentos de Borges, naufraga mientras en el timón de mando del barco se suceden un presidente sin escrúpulos –al que le da igual todo para mantenerse en el poder–, un iluminati que con 50.000 muertes sobre la mesa dice que la prioridad nacional es la república –por supuesto, sin consultarlo antes con los ciudadanos– y el dragón de dos cabezas del independentismo, obsesionado con superar sus propios traumas y luchas intestinas mediante la desestabilización del mismo sistema que les permite hacer política. 

La prohibición del Gobierno al Rey para que presidiera en Barcelona la puesta de largo de los nuevos jueces es un hecho inaudito al que ninguno de los ministros (de la monarquía parlamentaria) ha sabido dar hasta ahora una explicación aceptable. La falta de explicación es la explicación misma: Moncloa dio luz verde al obsceno veto partidario del monarca para que se visualizase hasta qué punto el actual Gobierno está dispuesto a vender todo lo que sea necesario –incluso lo que no le pertenece, como la dignidad de todos– para aprobar unos presupuestos que no van a solucionar la crisis económica, sino a empeorarla con concesiones que hacen imposible no sólo un Estado Social y de Derecho –como dice la Constitución– sino algo tan sencillo como recibir socorro de las instituciones cuando estás enfermo o que te atienda un médico en un ambulatorio de barrio. 

Así estamos, con los contagios en ascenso, Madrid convertido en el Wuhan planetario y los cachorros de la nueva política encantados de conocerse mientras las UCIS vuelven a vivir colapsos, nuestros viejos quedan de nuevo desasistidos en las residencias de ancianos y no dejamos de enterrar a la gente, que parece haber dejado de importar a sus más ilustres defensores, los demagogos. 

Podríamos dar una lectura moral al veto del Rey en Barcelona, pero los hechos dibujan un relato inmejorable de lo que sucede: Iglesias, el marqués de Galapagar, proclama primero que España debe ser republicana –o dejar de ser España–, el consejo de ministros abre la vía de un indulto express en favor de los presos del procés –condenados por un Supremo que prefirió llamar ensoñación a la violación flagrante de la ley– y, como última estación, se le dice al monarca dónde debe ir y no estar. Que Podemos replique acto seguido el mensaje que el independentismo –acusando al monarca de falta de neutralidad– no puede considerarse una sorpresa, sino lo que es: una falsedad. No se puede ser neutral con quien viola la norma de todos.

La Corona obedeció las instrucciones cuartelarias del Gobierno, pero optó por permitir que se evidencie la verdad: es Moncloa quien quiere soltar a los condenados por saltarse la Constitución, provocando un daño inmenso a la justicia, y, al mismo tiempo, enjaular a Felipe VI entre las cortinas de la Zarzuela. La jugada, además de un sindiós, puede salirles muy mal: acosar a la Corona, garante de la unidad nacional, sólo servirá para que los dudosos, y también una parte nada despreciable de los republicanos, se distancien del Gobierno.

No puede existir una república –palabra que etimológicamente significa el bien común, o el interés general– cuando quienes gobiernan dejan desnudos ante la tempestad a los ciudadanos para perseguir un proyecto de cambio de régimen, que nadie reclama, obviando el sentido común, la ley sancionada y manipulando las instituciones. Que el PSOE guarde silencio, como es propio de los cobardes, mientras sus socios persisten en sus obstinaciones y delirios, sólo confirma hasta qué punto en España hemos perdido no ya el Norte, sino la brújula.