Serán en diciembre, mes lunar. La presidenta de la Junta de Andalucía, Susana Díaz, ha hecho finalmente uso de la prerrogativa estatutaria que reproduce la tradición de los antiguos monarcas absolutistas, a pesar de toda la literatura jurídica posterior, que considera el privilegio unipersonal de disolver las cámaras parlamentarias por decreto como un contrapeso frente al poder legislativo. Como se esperaba hace seis meses, ha convocado autonómicas en el Sur antes de lo previsto. Se trata de la segunda legislatura abortada por la Reina de la Marisma después de que hace tres años despidiera de su gobierno a Izquierda Unida, con cuyos votos fue investida por vez primera –hace ahora un lustro– y el PSOE consiguió conservar el poder a pesar de la (insuficiente) victoria electoral del PP de Javier Arenas. 

No se trata pues de una noticia, sino de una confirmación. Díaz es especialista en utilizar las instituciones en su provecho personal, un vicio compartido por otros muchos presidentes que en Andalucía, sin embargo, es una tradición larga y asentada. Básicamente porque la autonomía meridional –ocho provincias; 8,4 millones de personas– fue construida desde sus orígenes como un instrumento del PSOE, más que como una institución para el autogobierno.

En apariencia, lo que los andaluces elegirán en un mes y medio es la composición de su nuevo Parlamento. Pero en política lo que parece no es siempre lo que es. La gran incógnita de estas elecciones no consiste tanto en testar cuáles serán las tendencias inmediatas en la convulsa política nacional --la interpretación habitual de los habituales paracaidistas madrileños, que creen que España es una mera prolongación de los conciliábulos de la capital-- como en medir (de nuevo) si los socialistas indígenas sobrepasarán la marca psicológica de los cuarenta años de gobierno. Un poder tan longevo como inquietante en términos democráticos. 

Cuando el PSOE comenzó a gobernar Andalucía se celebraba el juicio por el golpe de Estado de Tejero, el escritor Francisco Umbral todavía escribía en El País, Dinamarca accedía como socio de pleno derecho en la Unión Europea, el grupo terrorista Sendero Luminoso asaltaba la prisión de Ayacucho (Perú), el director de cine Luis Buñuel publicaba su autobiografía en París, empezaba la guerra de las Malvinas, Canadá estrenaba constitución y Felipe González metía a España en la OTAN.

Los que ahora son cuarentones más o menos recientes, como es el caso de Díaz, teníamos ocho años. Desde entonces, el poder político y económico del Sur de España --un territorio de cultura agraria cuyo desarrollo ha sido inferior al de otras partes del país-- ha sido monopolio de una misma fuerza política. Ha llovido mucho, incluso en una región tan habituada a la sequía, desde esa fecha, pero ninguna de las tormentas políticas de las cuatro últimas décadas ha afectado a la hegemonía de los socialistas en Andalucía, que representan la única forma de nacionalismo político que ha existido en el Mediodía. 

No se trata sólo de una singularidad electoral. Es un hecho cultural. El PSOE ha gobernado desde el primer día la autonomía --y sus instituciones-- como si fuera un patrimonio de su exclusiva propiedad. Si en otras muchas comunidades existe --en mayor o menor grado-- una cierta politización de la administración, en Andalucía lo que se ha producido en este tiempo es una identificación, una simbiosis, una equivalencia obscena entre los socialistas y la Junta, que es el primer --y casi único-- poder del Sur, donde el tejido empresarial, salvo contadas excepciones, es escaso, tribal, de tamaño relativo y, sobre todo, totalmente dependiente de la contratación pública.

Dado este contexto sociológico, parece evidente que lo que se votará en diciembre es la continuidad (o el fin) de un régimen político, encarnado ahora en el susanato de Díaz, heredera (por designación digital) de sus antecesores, que siempre fueron elegidos primero por los órganos del partido y --sólo después-- refrendados por el Parlamento. Andalucía es la gran empresa familiar de los socialistas. La escasa inestabilidad política en la región, que no ha contribuido en estos años a sacarla de su histórica situación de dependencia política y económica, ha sido la norma secular. El PSOE ha gobernado puntualmente en distintos periodos con los andalucistas y con IU, pero las contadísimas crisis en estas casi cuatro décadas han estado provocadas por las guerras entre los diferentes clanes familiares socialistas más que por la confrontación entre las distintas fuerzas parlamentarias.

Andalucía es una laguna donde el agua no corre. Está estancada. Las únicas turbulencias de cierta importancia acontecieron en 2012, cuando por primera vez los socialistas no fueron los más votados, pero lograron continuar en el palacio de San Telmo gracias a IU. Desde entonces los signos del agotamiento del PSOE en Andalucía dejaron de ser una hipótesis para convertirse en una certeza, aunque no se hayan consumado todavía en ningún cambio, salvo si consideramos tal la sucesión de laboratorio que situó a Susana Díaz en el palacio de San Telmo. Con Ella --la mayúscula es necesaria en su caso-- alcanzaba el mando la generación de los nietos de los primeros socialistas andaluces. 

Desde hace cinco años el PSOE, habituado a las mayorías absolutas, no ha crecido en número de votos, aunque la debilidad del PP, cuya victoria interruptus hundió el exministro Zoido en sólo dos años --después de suceder a Arenas--, el pactismo de IU y la limitada irrupción de Podemos y Cs les haya permitido gozar de una mayoría formal que cada vez es menos social. En 2015 los votantes socialistas apenas fueron un tercio de los electores, casi veinte puntos menos que en 1982.

Los comicios del 2D arrojarán una nueva radiografía política que, aunque muchos van a leer en clave estatal, debe confirmar o desmentir la sensación (creciente) de que el PSOE andaluz, autor intelectual del golpe de Estado que descabalgó a Pedro Sánchez de la secretaria federal del partido antes de las primarias que lo devolvieron a Ferraz, está viviendo una especie de dilatado canto del cisne. También medirán las expectativas de la confluencia natural entre Podemos e IU (que se presentan bajo la marca Adelante Andalucía) y darán pistas sobre la pugna entre los conservadores del PP y los liberales de Cs, que en estos tres años han sido los socios más cómodos y serviciales que nunca han tenido los socialistas andaluces.

Pero la disyuntiva capital del 2D no reside en ninguna de estas dos cuestiones. Radica en otra cosa: elegir, casi cuarenta años después de un autogobierno que nunca ha sido tal, entre el peronismo (en su versión rociera) o el cambio político (en la dirección que sea).