Que la política se ha convertido en un extraordinario negocio (para políticos y asimilados) no lo duda casi nadie. Las últimas estadísticas, como recordaba aquel famoso poema de Dámaso Alonso, cifran exactamente en un 10,8% el hundimiento de la economía española por la acción conjunta de la pandemia, el confinamiento y el ciclo (infinito) de aperturas y cierres de actividad y movilidad (relativa) perpetrado durante estos últimos doce meses por la Moncloa –que dimitió enseguida de esta responsabilidad, en cuanto descubrió el riesgo de radiación que implicaba el hecho de tener que gobernar– y las autonomías, que recortan las libertades públicas y privadas sin tener verdaderas competencias legales, mientras una judicatura (politizada) y el resto de las instituciones miran para otro lado.
Como los cierres perimetrales son en gran medida virtuales –los cumplen únicamente los ciudadanos responsables–, la epidemia continúa extendiéndose, mutando en distintas cepas cada vez más extrañas y asentándose en nuestras vidas sin que nadie parezca capaz de ponerle remedio a tanta calamidad. Tampoco avanza la vacunación: faltan dosis y, para empeorar el cuadro, las dudas sobre los riesgos de la vacuna de Oxford –AstraZeneca– han convertido la oportunidad (ahora mismo remota) de ser vacunado en una suerte de lotería de Babilonia.
Los beneficios de la profilaxis, sostiene la Agencia Europea del Medicamento, son en teoría mayores a los riesgos (que existen), pero si por casualidad te toca estar dentro del porcentaje de incidencias colaterales –llamémoslo de momento así– puedes llegar a tener un disgusto mortal que quienes deben velar por la salud pública justificarán con el argumento de que seguramente sufrías “otras patologías” o diluirán en el habitual océano de las estadísticas. AstraZeneca es la más barata de todas las vacunas disponibles y la que más incertidumbre está causando en todos sitios.
Lo prudente sería sustituirla por otras alternativas, pero como son más caras –y muchas ya han sido compradas– asistimos al sinsentido de querer hacer tragar al personal con la rueda de molino de que es inocua. Lo cierto es que no lo sabemos con seguridad, pero nada de esto importa cuando, tras un año de apocalipsis y mascarillas, a una parte nada despreciable de la sociedad le preocupan más los bares que la salud, como si la mayor desgracia posible no fuera la muerte, ataviada ahora con los ropajes de la cuarta ola (que sigue siendo la primera).
Mientras todo esto sucede, las tres derechas políticas se dan dentelladas para conquistarse mutuamente el terreno –véase la opa hostil del PP a Cs y el avance electoral de Vox–, el transfuguismo, tan criticado por todos los partidos, se ha convertido en la forma más pragmática de elaborar las listas electorales y en Madrid, escenario de la inminente gran batalla política –lo de Cataluña ya sabemos todos que no tiene remedio–, los distintos bandos resucitan lemas guerracivilistas y sus calles se llenan de adolescentes franceses y turistas borrachos que, por lo visto, hacen sentir orgullo a quienes sostienen que la capital de España es la cuna de la libertad, siendo más bien el escenario de la temeridad.
Este fin de semana hemos tenido que cambiar la hora en mitad de un insomnio al que ya nos hemos acostumbrado. Los expertos alertan de la extensión de las enfermedades mentales. Entre otros imponderables inminentes, tenemos ya en puertas de campaña de recaudación de Hacienda. Como el destino tiene una forma bastante curiosa de mostrarnos la agria verdad de las cosas, las noticias sobre el hundimiento moral, político y económico de España –un país incapaz de distinguir entre lo importante y lo accesorio, entre los 100.000 muertos causados por el virus y una estúpida noche de farra– coinciden con la publicación de las declaraciones de patrimonio de los miembros del consejo de ministros, entre los que las diferencias ya no proceden de cuna o herencia, sino del éxito logrado en esa industria que es el populismo, un mal transversal que afecta a todo el arco parlamentario.
¿Qué cuentan estas declaraciones patrimoniales? Pues lo esperable: la patria, en efecto, se hunde y naufraga, pero la cartera de nuestros legisladores y gobernantes –pueden llamarle portfolio, si gustan– ha engordado como nunca. A destacar, por supuesto, los notables haberes de los marqueses de Galapagar, que en menos de ocho años, y a pesar de no llegar a conquistar los cielos, se han convertido en ricos burgueses con capacidad de endeudamiento, mientras buena parte de los españoles se empobrecían o directamente suspendían pagos.
El verdadero escudo, por tanto, no es social. Es el que protege a los políticos. Y actúa en un único sentido: blinda a quienes practican la demagogia, no a quienes la padecen. La debacle de la economía que vivimos no tiene antecedentes: supera a la crisis histórica de 1898, cuando perdimos las últimas colonias de ultramar y supone casi la mitad del daño económico ocasionado el año que comenzó la Guerra Civil. Sobrepasa al quebranto de la Segunda Guerra Mundial (para España) y a la crisis financiera de hace una década, cuyo coste –el famoso banco malo, creado por el PP para socializar las pérdidas de la burbuja inmobiliaria que nos condujo al desastre– acaba de ser trasladado ahora al erario público, lo que coloca nuestra deuda global en el 120% del PIB. El paro asciende hasta los cuatro millones de personas (sin incluir a los afectados por los expedientes temporales de empleo). Vista la situación, parece evidente quiénes son los verdaderos triunfadores –y quiénes los endémicos perdedores– de este carrusel lleno de idiotas que todavía llamamos España.