El juicio del prusés está dejando, por suerte para todos, muchas cosas claras, a expensas de la valoración definitiva de los hechos que establezca la sentencia. Primero: el relato indepe de los sucesos de octubre está viéndose diluido cada día que pasa por una narración fáctica alternativa de indudable solidez y verosimilitud, que sirve de contrapeso tardío a la cándida propaganda nacionalista.

A pesar de que los medios afines a la causa manipulen unos testimonios y amplifiquen otros, nada hay más poderoso que la experiencia directa: los creyentes en esa república imaginaria (que no existe) pueden constatar, de primera mano, sin intermediarios, cuáles son los argumentos que demuestran que en Cataluña no hay presos políticos –sólo políticos presos– ni existe una oscura conjura franquista, sino un poder judicial que intenta saber quiénes incumplieron la ley. Y que actúa con garantías.

Resulta obvio que estas evidencias, como el trascendente testimonio del mosso Castellví, que proseguirá hoy lunes, no van a convencer a quienes han hecho del delirio y el sectarismo su industria, pero salta a la vista que el cuento de la revolución pacífica y sonriente ya no se sostiene en pie y los alegatos políticos de algunos acusados obviaron que ante un tribunal cuentan los hechos, no los dichos.

Además de lo que está viviéndose en el Supremo, tenemos la prueba en lo que sucede fuera de la Sala. Nos referimos a las represalias y el acoso que sufren tanto la secretaria judicial que fue acorralada por una horda de 40.000 fanáticos ante la Consejería de Economía como Santi Vila, exconseller que se bajó del barco a última hora. Estos dos personajes representan –mejor que cualquier imagen, porque son personas de carne y hueso– cuál es la actitud del indepedentismo con quienes se les enfrentan.

En el primer caso, un ajusticiamiento civil similar al de los regímenes totalitarios de la Europa más negra. En el segundo, el vacío que los inquisidores dedican a quienes, habiendo sido de los suyos, deciden ejercer su libertad. El desafío independentista no va dirigido contra el Estado, sino contra los españoles. Es una rebelión de élites que han conseguido que algunos sectores populares –aún insuficientes– la crean como si fuera una religión dogmática. No hay, sin embargo, teología alguna en las maniobras del anterior Govern, sino una voluntad expresa de subvertir la ley –inventándose un mandato popular imaginario a partir de un referéndum fake– para quedarse con el dinero ajeno.

Los documentos de Anubis, que es el nombre de la operación policial que en septiembre de 2017 se inició en Barcelona, demuestran que Puigdemont y Cía planeaban apropiarse de los impuestos, las prestaciones por desempleo, las cotizaciones y las pensiones de los trabajadores de Cataluña, una vez consumada la declaración de independencia. Una forma radical de ganar adeptos: quienes no creyeran en la República catalana probablemente no cobrarían sus derechos sociales. ¡Fem República!

Los supuestos héroes, a los que la violencia les parecía un daño colateral, actuaron como unos perfectos asaltadores de caminos. Su fin (sentimental) justificaba el afano (material) y la utilización de cualquier medio a su alcance, incluidos los datos y el patrimonio de los demás. Sin descartar llegado el caso, por supuesto, la extorsión sonriente. Y todavía dicen, como Sor Junqueras, que ellos aman profundamente a España. No es cierto: querían el dinero de los españoles, incluidos los catalanes. Algo bastante distinto.