Las elecciones del domingo en Andalucía, las primeras de la noria electoral que nos espera, caminan hacia su consumación –las urnas– por renglones torcidos. Es inevitable que estos comicios, que tienen naturaleza plebiscitaria –decir sí o no a los casi cuarenta años de socialismo en su variante meridional–, tengan una lectura en clave nacional, utilitaria y superficial. También lo es que los actores en disputa –cuatro, a falta de que se confirme qué ocurre con Vox– jueguen con este factor como un argumento electoral más.

Las posiciones de partida de los partidos, sin embargo, han cambiado en relación al arranque de la carrera electoral. Y lo harán más cuando se conozcan los resultados y comience el juego de la silla. De momento, el PP se niega a asumir la posición secundaria que le auguran las encuestas, temiendo que en Andalucía, tras cuatro décadas sin saber articular una alternativa, se repita el mismo hundimiento que ya pudimos apreciar en Cataluña: la irrelevancia absoluta. La confluencia Podemos-IU (Adelante Andalucía) ensaya su nacionalismo suave, no rupturista, pero excesivamente comprensivo –por ingenuo– con la inquietante deriva del soberanismo. Cs, desdibujado tras la moción de censura a Rajoy, está testando en el Sur las opciones de una cohabitación táctica con el PP, con los que ahora se disputan votantes, pero a los que –si suman los escaños suficientes– terminarán vinculándose.

Más extraña es la deriva del PSOE, fagocitado por el peronismo rociero que representa Susana Díaz. La candidata (de sí misma) deseaba una campaña muy plana, sin aristas y que no cuestionase una hegemonía histórica que las urnas van desgastando poco a poco, pero se ha topado durante el primer tramo de la competición con una realidad poco favorable: en la calle hay bastante cabreo por el deterioro de los servicios públicos y los sondeos no garantizan ni su victoria ni tampoco una mínima autonomía de movimientos. ¿Qué hacer? Pues lo mismo que el nacionalismo periférico: agitar el fantasma de una ficticia mutilación autonómica, igual que los independentistas, a los que les parecía mucho menos grave saltarse la Constitución entera que la aplicación del artículo 155 de la Carta Magna.

Es cierto que el presidente del PP, Pablo Casado, ha dado pie a Díaz para la (enésima) soflama patriótica al plantear que las competencias de educación retornen a la Administración central. Pero la amplificatio de esta falsa agresión tiene más que ver con los intereses electorales de la Reina de la Marisma que con una verdadera discusión social. Uno de los puntos débiles de Díaz, a la que en su momento no le importó mucho dejar vacante la sede de San Telmo durante un año largo para presentarse a las primarias del PSOE, es la educación, junto con la sanidad. Los altos índices de fracaso y abandono escolar en Andalucía, sumados a una crónica falta de recursos y a la politización de las aulas, forman parte de las sombras del susanato.

Su gestión –incluida la cuestión material– depende exclusivamente de la Junta, pero Díaz ha preferido recortar en colegios y hospitales antes de tocar la red clientelar que sustenta parte del poder socialista. Organizar una cruzada por un debate político lícito –que además reclama una parte de la sociedad– es agitar de nuevo la bandera de los agravios de aldea, exactamente igual que hacen los nacionalistas cuando se plantea que el castellano tenga un protagonismo en la educación catalana proporcional a la demanda social.

“La educación pública no se toca”, clama la jefa susánida en los mítines, obviando que sus actuales carencias son responsabilidad exclusivamente suya. Precisamente porque Díaz no ha atendido la demanda social en defensa de la educación pública en los últimos tres años en Andalucía se han producido manifestaciones –la llamada marea verde– inéditas en la historia de la autonomía. La supuesta invasión centralista que agita Díaz para detener su caída en los sondeos, exactamente igual que en Cataluña, es un burdo señuelo cuyo objeto es que los electores no exijan resultados a quien realmente gobierna, sino a quien no lo hace y, por tanto, puede ser culpable absolutamente de todo. Incluida la muerte de Manolete, aquel torero al que Islero, un miura, mató de una cornada una tarde infame de agosto de 1947 en Linares.