Lo que está ocurriendo con la ley del solo sí es sí ejemplifica que las exageraciones y mentiras de antaño acaban normalmente pasando factura. En 2018, cuando la Audiencia de Navarra dictó la tan denostada sentencia sobre la Manada, se levantó una monumental ola de protesta bajo el grito “no es abuso, es violación”. Se manipuló a la opinión pública, se mintió descaradamente porque los jueces sí creyeron a la víctima, sí afirmaron que las relaciones no fueron consentidas y sí condenaron también por diversas violaciones. En cambio, si descartaron el tipo penal de agresión fue porque la denunciante afirmó en el juicio que fue introducida sin violencia en el lúgubre portal, y que los violadores no la tiraron al suelo ni la amenazaron (ese hecho motivó un lamentable voto particular de uno de los tres jueces, a favor de la absolución, que encendió más los ánimos).

En la anterior ley, el acto sexual no consentido sin violencia se llamaba abuso, y se castigaba con penas de prisión de 4 a 10 años. Pero la sentencia de Navarra ni reprochaba a la víctima que no hubiera opuesto resistencia ni tampoco se lo exigía para creerla, como torticeramente se denunció desde algunos altavoces. Los jueces concluyeron que se sometió a los violadores porque se hallaba en “estado de shock. Que se condenara por abuso y no agresión era discutible por esa valoración sobre la violencia, pero el movimiento de crispación contra la sentencia se basaba en falsedades y en un clamor de populismo punitivo. Al año siguiente, el Tribunal Supremo, con mejor criterio y atendiendo al clima social generado, revisó la condena, condenó por agresión y elevó las penas a 15 años de cárcel.

Pese a que los acusados, sin duda unos canallas despreciables, finalmente fueron castigados con las penas más altas, se hizo creer a la ciudadanía que teníamos un Código Penal retrógrado en materia de delitos sexuales. Esa afirmación era un disparate porque la penúltima reforma, la de 1995, la hizo la izquierda, que optó por suprimir el término violación, pues curiosamente se consideraba algo estigmatizante para la víctima, y fue entonces cuando se crearon los delitos de abuso y agresión (con la violencia como el elemento diferenciador entre uno y otro). Si además había penetración vaginal, anal o bucal se castigaba mucho más, tanto en la agresión como en el abuso. En cualquier caso, el principio del consentimiento –ahora tan alardeado por parte de Unidas Podemos como el punto novedoso de la reforma de la ministra Irene Montero— ya estaba en el centro de los delitos sexuales en 1995.

Llevamos meses arrastrando la polémica sobre el fiasco de la ley del solo sí es sí, que ha tenido como consecuencia la rebaja de penas y la excarcelación de bastantes agresores sexuales. Algunos juristas, como José María de Pablo, señalan que los problemas técnicos de la nueva ley radican en el hecho de haber suprimido la distinción entre abuso y agresión, castigando con la misma gravedad hechos diferentes. Pues bien, debemos recordar que el imperativo de abolir el abuso para que todo fuera agresión y violación se fraguó en el clima social de 2018, con base en tergiversaciones sobre la sentencia de la Audiencia de Navarra. Finalmente, que el Supremo la rectificase con el mismo Código Penal, indica que tan mal no estaba. La ley ahora en vigor desde hace unos meses seguro que introduce mejoras, amplía aspectos que no figuraban en 1995, pero ha sido mal legislada y sufre las consecuencias del populismo que se desató tras la sentencia de la Manada. La enmienda a la ley que ha planteado el PSOE esta semana, en clara colisión con sus socios en el Gobierno de Unidas Podemos, es una clara rectificación, un regreso al modelo anterior con dos tipos penales diferenciados por la violencia o la intimidación (como antes eran el abuso y la agresión), aunque sin llamarlos de forma diferente, tal vez para que la vuelta a la cordura no lo parezca.