Este año me hacía ilusión volver a celebrar la Navidad con la familia al completo --tíos, primos, cuñados... ¡íbamos a ser unos veintitantos!-- pero el maldito coronavirus nos ha fastidiado los planes, así que hoy haremos una comida en petit comité, sin el follón que tanto me gustaba de pequeña.

Me da un poco de pena, no tanto por mí, sino por mi hijo, que por segundo año no podrá vernos corear "visca el gall" y golpear la mesa con el tenedor y el cuchillo mientras esperamos a que el tradicional pavo relleno salga de la cocina. De pequeña me encantaba contemplar ese estallido temporal de locura proveniente de la mesa de los mayores (recuerdo a mis tíos con los mofletes encendidos por el calor de la escudella y las copas de vino, y un ruido ensordecedor en el comedor) al que mis primos y yo nos uníamos entusiasmados, aunque algo intimidados.

“Se han vuelto locos”, pensaba, sin atreverme a golpear la mesa con los cubiertos tan fuerte como hacían ellos. Mi abuela paterna  --l'àvia-- era la que más animada estaba. L'àvia era una mujer de carácter complicado y no siempre estaba de buenas, pero el día de Navidad irradiaba felicidad. Sobre todo cuando, una vez servidos los turrones y el cava, llegaba el momento de que los nietos nos subiéramos a una silla y empezáramos a recitar “nadales”: Pastorets de la muntanya, El dimoni escuat, Santa Nit,  Oh, arbre sant, El desembre congelat, Joia en el món... ¡Se las sabía todas! Así que si te fallaba la memoria, allí estaba ella, barquillo en mano a modo de batuta, para recordarte el siguiente verso.

Hace unos días, parada en un atasco en la Ronda de Dalt, busqué en Spotify una lista de villancicos populares para que mi hijo se entretuviera, y me di cuenta de una cosa: seguía sabiéndome la mayoría de las letras, pero solo me despertaban nostalgia y emoción los que eran en catalán.

A pesar de haberme criado en una familia castellanohablante (lo habitual entre la gente catalana bien), para mí, la banda sonora de la Navidad es, y seguirá siendo, en catalán. “Allà sota una penya n'és nat el Jesuset, nuet, nuet...”, le cantaba ilusionada a mi hijo, que me miraba como si fuera un marciano. Con apenas 13 meses, mi hijo ya es bilingüe: dice “agua”, “pa”, “adéu”, “luna”. ¿Qué ocurrirá cuando vaya al cole? ¿Empeorará su castellano por falta de horas lectivas en este idioma? No lo creo. Que yo sepa, no hay cifras ni datos objetivos que demuestren que los alumnos catalanes tengan dificultades para aprender castellano bajo el sistema de normalización lingüística actual, del que yo también soy producto (sí, en mi escuela de pueblo casi todas las clases eran en catalán).

¿Qué les preocupa a los padres castellanohablantes que reclaman más horas lectivas de castellano en los colegios de sus hijos? ¿No poderlos ayudar con los deberes? ¿Qué hablen otro idioma demasiado bien? Porque sus hijos, el castellano, lo hablarán sin problema.

En mi opinión, los únicos que podrían quejarse de falta de horas lectivas en castellano serían las familias catalanoparlantes que teman que sus hijos tengan problemas para expresarse en castellano (que no para leer, escribir, o entender) por falta de práctica. Pero resulta que en la mayoría de escuelas de Cataluña, tanto en los Jesuitas de Sarrià como en un colegio público del Maresme, el castellano es la “lengua franca”, la lengua que los niños utilizan para comunicarse los unos con los otros en el patio. Hay muchos motivos que explican esto --desde la inmigración al hecho de que el castellano sea dominante en la televisión o las redes sociales-- pero la realidad es que en Cataluña, desde que somos pequeños, cambiar al castellano siempre ha sido lo natural cuando entre tus amigos hay alguno con los padres de fuera. Bon Nadal!