Las declaraciones del ministro de Educación señalando que el Gobierno está estudiando cómo implementar el castellano, junto al catalán, como lengua vehicular en las escuelas catalanas ha reabierto un debate que viene de lejos pero que en esta ocasión lo hace con más fuerza debido a que, por primera vez, un Gobierno español parece determinado a que se cumplan las sentencias, tanto del Tribunal Constitucional como del Supremo.

Para comprender el motivo de la furibunda reacción de independentistas contra dicho anuncio, conviene explicar adecuadamente lo que está en juego. Más difícil se hace entender el seguidismo de la izquierda, pero sobre este tema volveré más adelante.

La estrategia independentista consiste en alcanzar la mayoría social en Cataluña a través de expandir la denominada conciencia nacional o, dicho de otra forma, moldear ciudadanos localistas que sean votantes cautivos. Los dos instrumentos para lograrlo, además del control de los medios de comunicación, son el contenido de la enseñanza y la lengua.

Conviene tener muy presente que ambas patas se retroalimentan. Desconexión con la historia, la geografía y la cultura comunes, criminalización de la globalización ignorando sus aportaciones al conjunto de la humanidad e identificándola con el ultraliberalismo, fomento del victimismo y del supremacismo, y aislamiento del conjunto de España, no por fomentar el catalán, sino mediante el tratamiento del castellano en la escuela como una lengua extranjera.

Se trata de sumar a la base identitaria del nacionalismo el temor a una globalización que deja numerosos perdedores en todas las sociedades occidentales incluida la catalana. Ningún ejército mejor para esta tarea que un profesorado debidamente purgado y seleccionado.

La exclusión del castellano como lengua vehicular escolar busca cambiar una realidad social bilingüe y todavía mayoritariamente con sentimiento de pertenencia catalán y español

Porque, digámoslo alto y fuerte, la exclusión del castellano como lengua también vehicular en Cataluña no pretende defender la enseñanza del catalán, más que protegido aunque se cumplieran las sentencias que establecen un 25% de materias en castellano --tampoco pasaría nada si otro 25% fuera en inglés--, sino fomentar un sentimiento de pertenencia exclusivamente catalán entre la población. Se trata de cambiar una realidad social bilingüe y todavía mayoritariamente con sentimiento de pertenencia catalán y español y, en muchos casos, europeo.

Para conseguirlo, no se tiene el menor miramiento en perjudicar a los catalanohablantes, sobre todo los que viven en un entorno en que sólo se utiliza esta lengua. Se les esta negando movilidad territorial y oportunidades laborales. Porque estas personas saben un castellano rudimentario, con escaso léxico y numerosas carencias ortográficas que hacen que tengan graves problemas para trabajar, sin una formación adicional, en empresas en las que el castellano sea la lengua vehicular.

Y que no me vengan con la cantinela de que con dos horas a la semana los alumnos catalanes son los mejores de toda España en castellano. Para desmentirlo sólo hace falta oír a algunos de los lideres nacionalistas o preguntar en muchas empresas.

La negación del castellano como lengua vehicular, además de perjudicar a los catalanohablantes, atenta contra el derecho de los castellanohablantes a recibir educación en su lengua materna, y condena al abandono escolar a muchos niños de familias de nivel socioeconómico y cultural bajo. Hacerlo implica considerar a los castellanohablantes como extranjeros. Como catalanes de segunda.

Así pues, para construir un pueblo moldeado al gusto del imaginario nacionalista se atenta contra derechos y se perjudica el ascenso social de muchos catalanes. Y no me vale el argumento de que introducir el castellano es dividir a los alumnos por su lengua. Todos los niños catalanes deberían poder tener un 25% de asignaturas en castellano y, en la medida de las disponibilidades presupuestarias, otro 25% en inglés. Con el 50% de las materias en catalán, su supervivencia esta más que asegurada.

La izquierda, incapaz de responder a los problemas de la globalización, confundiendo castellano con franquismo, abandona sus señas de identidad y se refugia junto a la extrema derecha y los nacionalistas en el localismo antiglobalizador

Vivir en una sociedad bilingüe es complejo y tiene sus inconvenientes, pero es un gran activo en un mundo globalizado ya que, además del conocimiento de una lengua hablada por 500 millones de personas, permite aprender idiomas con mayor facilidad. Perder esta ventaja competitiva por intereses políticos es una inmoralidad. Y la izquierda, incapaz de responder a los problemas de la globalización, que son muchos, confundiendo castellano con franquismo, abandona sus señas de identidad y se refugia junto a la extrema derecha y los nacionalistas en el localismo antiglobalizador. No es extraño que su peso sea cada día más irrelevante.

Sabemos que el nacionalismo se ha precipitado pero que no renunciará a la independencia. Se aferrará a gobernar la denostada autonomía para continuar la construcción nacional. Pero su objetivo ha quedado al descubierto. ¿Seguirán los gobiernos españoles y los partidos no secesionistas como si aquí no hubiera pasado nada? Esperemos que no. Hacer cumplir las sentencias en materia de lengua nos mostrará su firmeza y si han aprendido algo de lo ocurrido en Cataluña.

El independentismo no se debe sólo al adoctrinamiento escolar y la lengua. Existía agazapado bajo el nacionalismo autonomista. La transformación de CDC en independentista, la agitación y propaganda desde el poder, la crisis económica, los problemas derivados de la globalización y la identificación entre el Gobierno del PP --en horas muy bajas en Cataluña-- y España, son razones fundamentales. Pero la escuela y la lengua siembran el terreno para que crezca el independentismo. Actuar sobre ello no es sólo por oponerse al independentismo. Es imprescindible para que nuestros hijos tengan un formación veraz y competitiva. Para que no se adultere la historia y se respeten los derechos de todos. Y, a partir de ahí, que cada uno sea lo que quiera.