Hacía mucho tiempo que la inflación no estaba en el centro de nuestras vidas, tanto que casi nos habíamos olvidado de ella. Pero el crecimiento de los precios en diciembre, 6,5%, nos remonta al año de nuestras olimpiadas, 1992. Desde entonces nunca había habido una subida tan grande.

España no es la excepción, aunque sí uno de los países aventajados, como en casi todo lo malo, en este rebrote inflacionario. Los precios están subiendo en todo el mundo. ¿Qué está pasando?

En una economía de mercado, como la nuestra, los precios suben cuando la demanda de bienes y servicios es superior a la oferta, es decir, hay más presión compradora que capacidad para satisfacerla. Parecería, por tanto, que tenemos inflación porque la gente quiere gastar mucho, pero lamentablemente no es así. Cuando corremos nos sube el ritmo cardiaco, lo cual es normal. Si nos sube estando en reposo, no lo es tanto. Algo similar ocurre en nuestra economía, esta inflación no es sana, no nace para ajustar oferta y demanda, sino que es consecuencia de las medidas desarrolladas frente a la emergencia sanitaria, tanto por los gobiernos para que la economía no parase como por las empresas para no quebrar.

El mundo se paró en marzo de 2020 y ha ido arrancando con distinta velocidad y ritmo, sufriendo sucesivos parones cada vez que los gobiernos decidían limitar nuestra libertad y, sobre todo, nuestra movilidad. Esta incertidumbre prolongada ha supuesto ajustes de capacidad en todo el mundo para evitar acumulación de stocks que no se sabía cuando se iban a vender. Además, las enormes restricciones a la movilidad han provocado carencias de mano de obra, como evidencia la falta de camioneros en la autoaislada Gran Bretaña o los problemas que hay en las vendimias y cosechas de todo tipo. Fábricas que paran y abren, barcos que no zarpan, trabajadores que no se mueven, implican el tensionamiento cuando no ruptura de muchas cadenas de suministro que hace que tengamos menos productos de lo normal o, cuando menos, no a tiempo.

Estamos acostumbrados a que una camisa se fabrique en Bangladesh, o que los espárragos vengan de Perú, todo para ahorrarnos unos eurillos. Esta interdependencia global la estamos pagando ahora con menos oferta que lleva a un alza de los precios.

En España, además, nos hemos empeñado en cerrar centrales térmicas para correr hacia el futuro verde. Nadie dice que no sea necesario cuidar del medioambiente, pero, como todo, con cabeza y a su tiempo. El salto al vacío de la llamada transición ecológica está encareciendo innecesariamente la energía, sobre todo por el pago de derechos de CO2, y una energía cara encarece a otros muchos otros productos.

Los carburantes, que también están subiendo, tienen un altísimo componente de impuestos. Habría que usar estos impuestos como colchón para mantener unos precios ajustados. No es sostenible un crecimiento del 25% del coste de combustibles sin que se repercuta en los precios de los bienes transportados.

Por si fueran pocos los problemas la hipercontagiosa variante ómicron está dejando en casa a muchos trabajadores. En general nada serio, pero más de un proveedor, o transportista, tiene demasiadas personas de baja laboral. Y para rematar la faena la tensión geoestratégica entre Ucrania y Rusia no ayuda en nada.

Sin duda el riesgo más grave es el contagio de unos precios a otros. Si la inflación sigue descontrolada muchos meses acabarán subiéndose los salarios, y éstos empujarán los precios por la vía del incremento de costes. Lo mismo puede ocurrir con los tipos de interés, que podrían subir para parar la inflación por la vía del enfriamiento de la actividad.

O paramos la inflación en el primer semestre con medidas extraordinarias, o tendremos un serio problema en nuestra frágil, lenta e irregular recuperación pues no podemos olvidar que la política monetaria, la que sube y baja los tipos de interés, está cedida al BCE y si decide subir tipos no solo se frenará la recuperación sino que podríamos entrar en recesión.